El pleito de los Jerónimos
El hecho de que el antiguo monasterio de los Jerónimos está a un paso del Museo del Prado, y el secular abandono del claustro, del que sólo queda el esqueleto, hizo razonable que cuando se tratara de ampliar nuestra imponderable pinacoteca se pensara en contar con el viejo claustro de los Jerónimos como uno de los espacios posibles para lograr algo de lo que tan necesitado se encuentra.Unos proyectos de años atrás, que tuve ocasión de redactar por encargo de la Dirección General de Bellas Artes en tiempo de Florentino Pérez-Embid, ya contemplaba esta utilización del claustro de los Jerónimos de una forma primordial. Era mí amigo, compañero y colaborador Rafael Manzano Martos quien redactó conmigo estos proyectos.
Una equivocada negociación entre la Dirección General de Bellas, Artes y el entonces párroco de los Jerónimos hizo fracasar estos proyectos, pero desde entonces la idea estaba lanzada y fue abriéndose camino como una de las soluciones, si no única, sí importante, para sacar al Prado de sus estrecheces, no sólo de espacio expositivo, sino de otros servicios de los que carece. Y tan es así, que en el planteamiento del concurso internacional que ahora convoca el Ministerio de Cultura figura el área de los Jerónimos como uno de los núcleos con los que podrá contar el futuro concursante.
Pero otra vez las negociaciones van por mal camino, sin que me atreva a decir a cuál de las partes negociadoras le asiste la razón.
La iglesia y, consiguientemente, el claustro de los Jerónimos, gozan de un prestigio más vinculado a la historia que a la realidad del monumento en su estado actual. La invasión napoleónica, que se produjo por el este de Madrid, por el Retiro y el antiguo palacio del Buen Retiro, preparado por el conde-duque de Olivares para solaz de Felipe IV, arrasó materialmente uno de los lugares más granados de la Villa de Madrid: destruyó la fábrica de la China (de donde salieron las bellas porcelanas del Retiro); hizo desaparecer algunas de las ermitas que le daban al parque una fisonomía particular y dejó desmembrado totalmente el palacio predilecto de los últimos Felipes.
Como el monasterio de los Jerónimos estaba indisolublemente unido al palacio y en él tenía el rey, desde Felipe II, un cuarto para retirarse en ocasión de lutos y cuaresmas, también todo aquello se vino abajo. Quedaba sólo para el barrio y el parque el nombre de Retiro, por el cuarto regio donde los reyes se retiraban en penitencia. Todo esto produjo un divorcio entre la historia, cargada de resonancias ilustres, y la realidad de un monumento tan venido a menos que apenas se le reconoce. Lo más vetusto que nos queda es el claustro, mejor dicho, las arquerías del claustro; porque la iglesia fue tan alterada por el proyecto de reconstrucción que llevó a cabo don Narciso Pascual y Colomer, arquitecto de los tiempos de Isabel II, que hoy es más una iglesia romántica con algún acento germánico que una iglesia conventual estilo Reyes Católicos, como pueden serlo el Parral de Segovia, Santo Tomás de Avila o San Esteban de Salamanca.
Pero a la iglesia de los Jerónimos le Pesan sus laureles, como haber sido el templo donde se juraban los príncipes de Asturias y otras cosas, y sus manes y penates se encrespan cuando consideran que se va a producir la más mínima intervención en tan venerable monumento.
La feligresía de los Jerónimos, a la cual pertenezco por razón de vecindad, está tan orgullosa de su iglesia -cosa, por otra parte, digna de encomio- que ante cualquier intromisión que pueda producirse en ella pone el grito en el cielo y pierde la calma y la serenidad, muchas veces sin darse cuenta de que a lo mejor está perdiendo una oportunidad para ella altamente beneficiosa.
Tal es el caso, a mi modesto juicio, del bien que puede reportar al viejo y malparado monasterio jerónimo una inteligencia con el Museo del Prado tan provechosa para la iglesia como para la pinacoteca. Porque vayamos a un caso concreto. ¿Qué es un claustro? Es un espacio abierto, en general de respetable tamaño, que está rodeado de galerías, las llamadas pandas claustrales, que comunican con el espacio abierto, muchas veces ajardinado, por medio de arquerías, unas veces diáfanas y otras cuajadas de tracerías. Estas galerías forman corredores que comunican con diversas estancias de todo tipo, salas capitulares, refectorios y hasta bodegas o graneros. Se puede decir que el claustro no es tan estrictamente religioso como la iglesia y participa de un cierto carácter civil o laico. No es, por lo tanto, inoportuno que en las crujías que rodean las galerías aparezcan salas de museo ornadas de bellas pinturas. Por ejemplo, en las estancias que rodean el patio de los Evangelistas de El Escorial, la sacristía y las salas capitulares son de hecho verdaderas salas de museo. En el claustro de los Jerónimos reconstruido y en sus dos plantas podrían situarse salas de pintura religiosa, tan abundante en nuestro país y en el propio Museo del Prado que no impedirían que los fieles de la iglesia de los Jerónimos disfrutaran del claustro, que no perdería su carácter religioso, sino que lo acrecentaría volviendo al eterno maridaje entre la religión y el arte que ha sido siempre uno de los rasgos más evidentes de nuestro patrimonio cultural. Recuérdense las pinturas de tema religioso que un tiempo formaron parte del Museo de la Trinidad y que muchas quedaron sin exponer.
Pero para eso es necesario que, sin rivalidades pueriles, estemos dispuestos a negociar sobre el terreno, analizando los pros y contras, pero no desde los despachos ministeriales con talante burocrático y jurisdiccional, ni desde oficinas parroquiales con el sentimiento de que se intenta un despojo. Ni prepotencia por un lado, ni complejos de inferioridad por el otro, porque así no lograremos nada y perderemos una bella ocasión.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.