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Tribuna
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La cohabitación

Los resultados electorales parecen haber zanjado cualquier discusión razonable sobre el significado político -local o estatal- atribuido mayoritariamente por los ciudadanos al 28-M; aunque los intereses propiamente autonómicos y municipales hayan prevalecido en algunas regiones y ayuntamientos (sirvan de ejemplo Extremadura, Barcelona o La Coruña), el sentido global de la jornada ha seguido más bien la lógica de protesta contra el Gobierno defendida por el PP. Frente a la propaganda rutinaria, desganada y casi derrotista de los socialistas (incluidas las escatológicas regresiones infantiles de su vicesecretario general sobre culos y tetas) orientada a subrayar la dimensión exclusivamente local de la doble convocatoria, la campaña de los populares, fuertemente personalizada por su presidente, sacó la cita electoral de los cuernos de ese falso dilema para transformarla a la vez en una primera vuelta de las próximas legislativas y en la palanca para transformar el mapa del poder territorial en decenas de capitales, cientos de pueblos y varias comunidades autonómicas. Las diferencias derivadas del ámbito territorial cubierto por las diferentes consultas y la ausencia de comicios autonómicos en Cataluña, País Vasco, Andalucía y Galicia aconsejan ciertas cautelas a la hora de extrapolar con carácter general los resultados de ayer, pero no alteran las líneas de fuerza de las tendencias en curso.Con independencia de los muebles que puedan salvar los socialistas gracias a sus eventuales alianzas con IU o a los desacuerdos entre el PP y sus socios regionalistas, la situación política española se caracterizará a partir de hoy por la tensión existente entre un sólido bloque de gobiernos municipales y autonómicos volcados a la derecha y un debilitado Gobierno central que refleja la foto-fija de las elecciones generales de 1993 y el respaldo parlamentario condicional de CiU. En el sentido dado a la palabra por la experiencia francesa de 1986 a 1988 y de 1993 a 1995, la cohabitación es la difícil coexistencia dentro de un mismo espacio político temporal de un presidente elegido por sufragio universal y una mayoría parlamentaria (con su correspondiente Gobierno) de signo ideológico contrario que ha sido designada en fecha posterior por el mismo cuerpo de votantes. La versión española de la cohabitación, tomando la comparación con su grano de sal, sería la vecindad forzosa -todavía mas incómoda- de un PSOE atrincherado en el Poder Ejecutivo y un PP fortalecido en el Senado y con una seria implantación en la Administración autonómica y municipal.

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La cuestión será comprobar si esa cohabitación a la española, plenamente legítima desde el punto de vista jurídico-constitucional, resulta políticamente soportable si se prolonga más allá de un plazo razonable. En el caso de que tal situación llegara a producirse, los costes no serían pagados solamente por el partido más desgastado por la confrontación, sino que afectarían también a los intereses generales. Por lo demás, no parece que las oportunidades de los socialistas para reducir las distancias que les separan de los populares en unas futuras legislativas sean excesivamente sólidas y brillantes. La creencia de Felipe González en que la fase ascendente del cielo económico producirá un efecto mecánico sobre el ciclo electoral en favor del PSOE empieza a tener perfiles supersticiosos. La tendencia del Gobierno a jactarse de sus actuales esfuerzos por combatir la corrupción y a exigir el agradecimiento ciudadano por esos desvelos olvida -como en la fábula del bombero pirómano- que esos escándalos fueron perpetrados por altos cargos socialistas. La lectura realizada por Jordi Pujol de los resultados del 28-M podría cambiar sus actitudes hacia el Gobierno socialista. Y ni siquiera es seguro que los populares tengan suficiente tiempo, de aquí a las próximas legislativas, para cometer demasiados disparates en las nuevas parcelas de poder territorial conquistadas el 28-M.

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