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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Derain o el recurso o del conejo

Desde hace algún tiempo se exhibe en los sótanos del Museo Thyssen, no lejos del aliento nutritivo de la cafetería y del cántico- argentino de las cucharillas de café, una exposición antológica de la obra de André Derain. En su breve e instructivo recorrido, el visitante puede admirar algunos de los cuadros más audaces de principios de siglo y descubrirse ante uno de los fracasos más estrepitosos de la historia de la pintura. Pudiera parecer que la palabra fracaso encierra un sentido psicológicamente demoledor, y el diccionario no sugiere lo contrario, pero por ello quizá sea necesario devolver al fracaso algo de su intrínseca y soterrada grandeza.André Derain, el pintor fauvista que junto con Vlamink escapó de la jaula de las fieras para dar a la pintura uno de sus periodos de mayor libertad, nació en 1880 y murió muy cerca de nosotros, en 1954. Un cuadro de pequeñas dimensiones le retrata con los pómulos pronunciados, la nariz buscona, los bigotes altos y la mirada desconfiada bajo la gorra a cuadros, en aquel género de pintura peluda formado por pequeños golpes de pincel y rabicortas manchas de color. Un tableautin similar al anterior, en el exit de su vida y de la exposición, muestra un hombre cansado, apagadas las facciones, ceniciento el color, con una inexplicable brasa en el ojo izquierdo cuyo diminuto misterio puede resolverse en la pipa que lleva en los labios. Entre ambos autorretratos han pasado casi cincuenta años. Derain contempla a Derain desde una orilla a otra de una vida de artista. Entre ambos corre el río de la locura, los remolinos de la depresión, el maelström de la impotencia creadora y esos restos de naufragio que exhibe el Museo Thyssen y son la muestra más patética de su fracaso de pintor. En su frecuentación del cubismo, Derain in bordea la catástrofe, El hundimiento sobreviene diez años después. Allí quedan los peores cuadros de su vida cerrando el paso a los más luminosos. Allí están los negros lienzos de su derrota junto a la atrevida vista ovoide de Cassis. A la eufórica ironía del puerto de Collioure cruzado de mástiles rojos responde una vida más tarde un paisaje siniestro erizado de postes telegráficos. En el intervalo, entre el exceso y la penuria de razones para vivir y para pintar, se extiende una zona indecisa. El Museo Thyssen exhibe la capitulación de André Derain con toda la dignidad merecida, como una Plaza fuerte que entrega las llaves sin haber perdido el honor militar. La audacia de los pintores fauvistas tuvo una larga descendencia de diseñadores de cortinas y de pintores domingueros. Su verdadera estirpe han sido los grandes coloristas abstractos que multiplicaron el poder separador de la mirada y aumentaron las dimensiones de la tela. Derain no llegó a intuirlo. En sus últimos años su lóbrego refugio fue un gran lienzo poblado de fieras, resonante como una caverna, oscuro como la selva herciniana, tiznado y misterioso como el pavimento de una quinta romana bajo las cenizas del volcán.

Dice un amigo mío que un' pintor no realiza plenamente su ambición si en algún momento de su vida no pinta un conejo. Y no se trata de pintar un conejo recurriendo a cualquier expediente, sino de pintar un conejo conejo, con el hocico trémulo, con el ojito negro, con pelos, y señales, un conejo como la liebre de Durero, un conejo de bodegón. Se podrá pensar lo que se quiera del test del conejo. También se dice que llega un memento en que todo poeta ha de medir su numen y sus fuerzas escribiendo un soneto, un auténtico soneto, de forma que el soneto es al poeta lo que el conejo es al pintor. Se trata en ambos casos de una verificación de poderes, una suerte de desafío, o por decirlo de otro modo, un contraste de la propia fuerza creadora frente a una norma exterior al acto creativo a la que se atribuye valor de verificación. Mayor es el destello poético cuando ha cristalizado en las severas leyes del soneto, del mismo modo que late indecible la vida en el complicado pellejo del conejo atrapado en los pinceles del pintor.

No resulta demasiado arriesgado deducir que en otras actividades humanas la piedra de toque para verificar los propios poderes adquiere características peculiares. Así, por ejemplo, el actor recitará alguno de esos fragmentos tiránicos que ofrece el repertorio teatral, ya sea el Ser o no ser de Hamlet o el Serena, escúchame Magdalena, de Don Mendo, según la tendencia de cada cual. Del mismo modo, parece lógico que el magistrado purgue sus tripas y temple la espada de la justicia asistiendo al menos una vez en la vida a la ejecución de una pena capital. En esas condiciones me pregunto cuál será la norma verificadora de los poderes del novelista, puesto que ni el conejo, ni el soneto, ni los soliloquios, ni las ejecuciones capitales, aun siendo lances de fuste, parecen haber sido hechos para él. El público, si el novelista se vuelve hacia el público, es un Verificador caprichoso, intermitente y poco fiable. Sólo los escritores pusilánimes interiorizan su relación con el público para convertirlo en norma. ¿Será el dinero una norma? La tradicional tacañería de los editores y el legendario apetito de los agentes del novelista desequilibran demasiado la relación.

No. Lo cierto es que no existe una referencia externa sobre la que el novelista pueda al menos una vez en la vida medir sus poderes. Las soluciones personales suelen ser caricaturales o azarosas. Hay quien escribe una novela sin comas, hay quien describe un orgasmo sin adjetivos, hay, en fin, quien acude al diálogo con la propia sombra a modo de pelea con el ángel de la creación. La ausencia de desafilo explica que la potencia de los escritores se disuelva a menudo en un compromiso de clientelismo a medida que se acerca la edad madura. De ahí que la carrera del novelista sea en tantos casos un paulatino deslizamiento hacia la mediocridad. Son constantes los ejemplos. Demasiado abunda el" novelista cuajado que, entrado en, años, dejó atrás las brillantes páginas de su juventud y avanza en la laboriosa escritura del mediodía hacia el plúmbeo atardecer de su obra. La fisiología de los novelistas raras veces alcanza la longevidad creadora de los pintores, desde el sereno y casi centenario Tiziano a la luciferina actividad de Picasso. Siempre tienen los pintores el recurso del conejo. La excepción la constituye el hundimiento de Derain. Pero el fracaso redime cuando la ambición es alta y en lo que a mí me concierne creo haber encontrado la referencia. Nada me sería más grato que concluir mi vida midiendo mis fuerzas con un novela oscura, tumultuosa, poblada de fieras, que se titularía La caza, o La Edad de Oro, como el último lienzo de Derain.

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