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La reinvención de Rusia

La bandera de la nueva (y la vieja) Rusia ondea ya sobre el palacio presidencial de Grozni, reducido a escombros, y sobre los penúltimos focos de resistencia chechena.El jabalí Yeltsin y el chacal Dudáyev, en plástica caracterización del publicista Vassily Aksionov (Le Monde, 3 de febrero) estarán echando cuentas sobre sus pérdidas y conquistas: el petróleo de Azerbaiyán y de Chechenía, el estratégico oleoducto norcaucásico que liga el Caspio con el puerto ruso de Novorossiisk, sobre el mar Negro, el ejemplo para otros aventureros no previsores y para todo grupo tentado de secesión. (Sin duda, un ojo alcoholizado no habrá perdido de vista las reacciones que eventos y avisos concitaban en Tatarstán, república que, junto con Chechenia, tampoco había ratificado el Tratado de la Unión; se declaró independiente de la URSS en 1991 -como la misma Rusia-, y boicoteó las elecciones convocadas en 1992). Sin embargo, como el hombre es un animal simbólico, y el símbolo se escribe uniformemente en política con sangre, rapiña, mendacidad y desvergüenza-, conviene indagar qué papel le toca desempeñar al símbolo Chechenia en este laberinto de espejos deformantes, o sea, en el opaco interregno inaugurado en Rusia al arriarse en el Kremlin la bandera soviética en 1991 -aquel año en que el siglo XX concluyó de verdad-

Para el "cadáver político de Moscú" (según esos analistas olvidadizos de que un cadáver no podría forjarse una nueva nomenklatura con tal celeridad sobre el orondo esqueje de la antigua, ni maniobrar la tramoya internacional con tanta doblez y astucia) será cuestión de asegurarse un puesto clave en el siniestro ajedrez de los bastidores palaciegos, indiferentes a todas luces a una población anómica y desesperanzada. Se trata, en una palabra, de construirse nada menos que un régimen sobre la pompa constitucional de 1993: en otra época, Max Weber había llamado Scheinkonstitutionalismus a esta figura rusa. Aquella vez se trataba de la apariencia constitucional otorgada por el zar con la primera Duma de 1906. Por otro lado, para el montañés checheno quizá brilla otra candela más humilde, aunque cegadora, en la sentina de la fatuidad humana: un presente y porvenir legendario al estilo del imam Shamil, el visionario resistente al Ejército zarista el pasado siglo, nimbado después por una muerte santificada en La Meca. (¿Permitiría Yeltsin a su enemigo lo que permitió al suyo Alejan dro Il?). Mas ya he dicho enemigo, y el lenguaje se traiciona aquí al teñirse sin más con cuanta gestualidad y furia evacuan por oficio las agencias de prensa. La "razón de Estado" de un genocida beodo y el delirio nacionalista de un jefecillo tribal (al que su población no logró arrancar un último plebiscito democrático) son dos hermanadas comparsas que la actualidad -efímera maneja, pero que pronto agotan su contenido si no las vemos como aliadas en un mismo tesón: el de tantear, sobre montones de cadáveres, cómo puede reinventarse un país (la misma Rusia). En concreto: sentada una selectiva herencia de mitos, presupuestos geoestratégicos y demográficos y apuestas económicas, ¿a que res petabilidad internacional se puede apelar ahora, qué ayudas cabe obtener y qué grado de barbarie puede emplearse con la propia población al negociar Con ella en el foro público?

Un año atrás (Pandora en Moscú, 26 de febrero) observaba yo en estas páginas que el mismo embeleso occidental que en la última década había encumbrado a Gorbachov y a su perestroika se había mudado después en apoyo alelado por quien hasta entonces no era sino un zafio alcohólico y un indocumentado apparatchik del Ural. Mi reflexión me hacía generar un profundo escepticismo sobre el carácter del consensuado miedo que entonces producía la naciente estrella de Zhirinovski. Limadas las más romas asperezas de expresión e imagen, ¿quién podría,excluir -era mi argumento- un acomodo con tal sujeto en cuanto se creyera o se hiciera creer que otro Zhirinovski "peor" ya se había puesto a la cola de las ambiciones y los reconocimientos occidentales? Lamento comprobar que mi sugerencia iba a verificarse tan pronto. Zhirinovski sigue siendo Zhirinovski (Zhirinovski-coartada, Zhirinovski-arnenaza); mas puede permitirse un ambiguo reposo periodístico cuando la función internacionalmente asignada- al Zhirinovski real se ve asegurada por aquel su presunto contrincante, campeón de la Rusia democrática y enterrador del comunismo. Nadie espere sonrojo de políticos o analistas de profesión, quizá porque la mayoría de ellos son jueces y parte de un embrollo multimediático en el que ya no se sabe a ciencia cierta qué sucede porque lo que sucede es cuanto se vende como sucedido (incluida la imprevisible valoración ética de personajes y situaciones). ¿Quién lo diría tras la fiebre gorbachoviana?: la portada de The Economist del pasado 7 de enero descubre de pronto en Yeltsin al wrong manfor Russia. Veamos: ¿es Yeltsin Yeltsin o es Yeltsin la versión respetabilizada de Zhirinovski, una vez tomado el pulso del susto electoral? ¿Qué importa aquí un apellido si la concepción y la dispensación del poder se revela similar y si el primero lleva sistemáticamente a la práctica la parte pertinente del programa esbozado por el otro? Políticamente, la diferencia sólo importa en un sentido: Zhirinovski puede seguir siendo el recambio de maldad que aún lava la conciencia de las cancillerías occidentales al ponderar. por milésima vez que, en Rusia, lo existente es siempre lo mejor: Bréznev, Andrópov, Chernienko, Gorbachov, Yeltsin, el que sea. A guisa de constante occidental, este axioma cristaliza la vergonzante mezcolanza de temor, racismo y desprecio que suelen concitar los rusos. Parece claro que el escita salvaje sigue siendo el escita salvaje y que ninguna tradición liberal ni humanista cuenta con arraigo allí. Que la historia del -pasado siglo lo desmienta y que existan documentados estudios al respecto (desde el ya clásico de Viktor Leóntovich hasta los más recientes de Richard Pipes, De

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Offord y AndrzeJ Walicki) no es sino un incómodo recuerdo que contrapone la gran tradición liberal rusa con el difuso tópico de una intelligentsia revolucionaria en un escenario de nihilistas y gendarmes. Por eso, porque la percepción de lo ruso está viciada por tal deformación de la historia, aliada aquí con cierta literatura, nadie soñaría con reclamar de los amos del Kremlin el respeto al mismo código ético que se da por sobreentendido entre los dirigentes de Praga, Budapest o Varsovia. Del citado axioma se deriva que en Rusia no hay contingencias históricas, sino sólo necesidades: curiosa venganza de la ideología marxista en su víctima más primordial y longeva. Así se entiende por qué las recientes discusiones del FMI con Moscú han girado sobre cómo administrar mejor la miseria y el saqueo, cómo condicionar la forma de sacrificio de la mayoría los préstamos a la Federación Rusa y las dádivas a sus gobernantes y a sus mafias, mas en nada se ha ligado el presunto socorro económico al cese del genocidio checheno o al castigo de los criminales de guerra. Ésta, en Rusia, no existe: desgraciadamente, la antropología cultural registra este uso mediante recurso al verbo zamyat', que designa la ocultación sistemática, el mutis oficial y colectivo de aquello que el poder declara indeseable como suceso, persona o institución. Ahora bien, si el denominador común de todo esfuerzo político sano intentado en Rusia en la última década no ha sido sino el intento de convertir al país en una nación civilizada como otras (o sea, lograr su normalización y acabar con una peculiaridad que la corroía como un cáncer y amenazaba a las otras), cabe imaginar cómo percibirá la parte pensante y sufriente de la población la impunidad de Yeltsin y de sus pretorianos al ser aceptados como derechohabientes entre los interlocutores internacionales presuntamente portadores de tal normalidad.

¿Cabría una conducta similar al negociar préstamos e intereses con Francia, Suecia o Gran Bretaña si Chechenia estuviera en esos países? La continuidad con el pasado soviético se revela otra vez: el "asunto interno" como expediente exculpatorio se invocaba también cuando ni el Gulag, ni el internamiento psiquiátrico, ni la burla las libertades ciudadanas tenían por qué interferir en asuntos de dinero. Si en un país la antropofagia se declarara ley -escribía VIadírnir Bukovski para regocijo de quienes veían en todo disidente a un incómodo orate-, entonces el derecho internacional obliga a mantener un respetuoso silencio. Que la exageración vuelva a ofrecernos una idea aproximada de la realidad lo expresan los bombardeos indiscriminados sobre Grozni, la aviación desatada sobre la población indefensa, las granadas de aguja y fragmentación lanzadas sobre combatientes y civiles, el bloqueo de la ayuda humanitaria, la tortura sistemática en el campo de Mozdok y las ejecuciones sumarias de bandity.

La lección de Bosnia no ha caído en oídos sordos. El neonomenklaturista Kózyrev puede por eso sentirse seguro al declarar ante las timoratas manifestaciones de la UE (9 de marzo) que los únicos crímenes de guerra a investigar son los de Dudláyev. ¿Por qué exigir menor cinismo a Kózyrev (que es ruso) que a Caindessus (que no lo es) cuando éste afirma en el Kremlin que el FMI "es una institución técnica que no tiene nada que juzgar", para conceder de seguido el cuantioso préstamo que Yeltsin demandaba? Desastre militar o no (buscado o no), la consecución de la vida cotidiana en Rusia, sin imposiciones de estado de excepción u otras. medida3, robustece el cinismo del régimen yeltsiniano al conseguir circunscribir bien el conflicto checheno y mantener la coartada de una prensa casi libre en circunstancias de guerra abierta.

Los editoriales de The Washington Post y de The New York Times, a la hora de optar por el aplastamiento armado, refuerzan mi noción sobre la percepción de la realidad rusa tanto como el mensaje telefónico del presidente Clinton al Yeltsin de aquellas fechas. Descodificado en el lenguaje de cierta cosa nostra de políticos, el consejo rezaría así: "Adelante, socio, que ya entendemos que el Zhirinovski bueno eres tú".

En un reciente estudio dirigido por Marie Mendras (Un État pour la Russie, París 1992), se insiste con lucidez en una dificultad que persigue a Rusia por no haberse podido constituir en su momento como Estado nación. En Rusia se puede ser russiiskii (ruso étnico), rossiÍskii (perteneciente a la Federación Rusa, como antes al imperio) y rossianín (ciudadano del Estado actual en cuanto miembro de la fantasmal CEI y apelativo favorito de Yeltsin en sus arengas). De estas denominaciones sólo la primera apunta a un no lugar político (la primitiva Rus'de Kiev, en la actual Ucrania), y, por eso, no está obligatoriamente unida con un centro ostensible de poder. Como russkii designa también al idioma y a la cultura, cabría pensar que es una categoría semejante la que, vaciada de connotación imperialista, podría aglutinar a tantas poblaciones que por anexión, asimilación o conquista han ido gravitando en tomo a Petersburgo o Moscú. La realidad geodemográfica no deja muchas opciones: Kazán, capital del Tatarstán, es una ciudad tártara a 800 kilómetros al este de Moscú; Vladivostok es una ciudad rusa a 8.000 kilómetros; Járkov (en la actual Ucrania) es una ciudad rusa según los más relevantes indicadores, demográficos y lingüísticos; Grozni comenzó. como fuerte del Ejército zarista, pero antes de su destrucción sólo un sectario habría visto en la capital de Chechenia algo parecido a Ankara o Teherán. En épocas en que el Estado nación se ha convertido en chivo expiatorio de tantos males comunitarios (por ejemplo, en la UE), es notable observar que, en el mejor de los casos, su indefinición ("tenemos este pasaporte, pero ¿cómo nos percibimos?") y, en el peor, su ausencia ("yo soy de mi tribu y de mi clan": 130 en Chechenia) se convierten en la más segura senda para la autoaniquilación y la barbarie. Por debajo de todo está la irresolución de ese problema de identidad que aqueja a la historia rusa y que el presente ha desatado, junto con el tradicional pánico al mestnichestvo o expresión de todo localismo disgregador que un poder imperial pero frágil ha abrigado siempre. Y, sin embargo, no son sino tales encuentros y desencuentros de poblaciones y tierras los que han hecho al país. Poco antes de su muerte, en 1948, Nikolai Berdiáyev reflexionaba en el exilio sobre su patria: "La interrupción es lo característico de la historia rusa. Al contrario de lo que piensan los eslavófilos, ésta ha sido cualquier cosa menos un proceso orgánico. La historia de Rusia se ha movido por catástrofes". En la catástrofe actual, ¿logrará Yeltsin, sin recurrir a Zhirinovski pero gracias a él, remozar el viejo fascismo soviético con la veste de una bonapartista y mafiosa democracia?

A. Pérez-Rámos es doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge. Ha estudiado Filología Eslava en Cambridge y Moscú.

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