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Madrid era un Dos de Mayo

Como estamos en plena campaña electoral, es de suponer que este año la Policía Municipal no cargará contra los carritos que venden berenjenas de Almagro, rodajas de coco y martillos de caramelo durante las fiestas, como ocurrió últimamente en la Pradera de San Isidro.Todavía recuerdo el inicio de las fiestas populares en Madrid allá a finales de los setenta. Surgieron de forma espontánea, con un nivel de participación que rebasaba todas las predicciones y, sobre todo, con una intensidad de participación sorprendente. Los bailes se convertían en explosiones de euforia militante. Como las fiestas estaban prohibidas: "¡Sí, prohibidas!", en las primeras ocasiones en las que la gente podía juntarse en la calle a bailar, a beber un botellín al aire libre, a charlar, los actos más elementales se convertían en trascendentes. Los jóvenes llegaban a la plaza del baile con el talante de los toros saliendo por la puerta de toriles: a por todas. Era la misma sensación que se tiene cuando se está frente al patio de un colegio a la hora del recreo.

Resultaba insólito que la autoridad estuviera en actitud contemplativa, que no se empeñara en recordar cada cinco minutos quién mandaba allí. Los vecinos eran conscientes de que la única forma de salir ilesos de la experiencia festiva era llevar un control exhaustivo de la situación.

Ante el menor desmán, amago de bronca, polvareda delatora de tumulto indescifrable, etcétera, el personal se movilizaba y disolvía el ente perturbable, bien separando a los macarras que se pegaban, o bien llevándose a un lado a los que discutían en un tono que predecía pelea, porque, de otra manera, los maderos la emprendían a golpes con la multitud. Era así, siempre así.

En las fiestas de los barrios había un servicio de seguridad propio formado por vecinos jóvenes, sin distintivos, sin jerarquías. Se trataba, simplemente, de apaciguar los ánimos cuando era necesario. La verdad es que cumplían bien su cometido porque no era una labor compleja y con la inteligencia de un chimpancé de tres meses se salía airoso de la prueba.

Algo por debajo de ese nivel parecía estar la fuerza uniformada, que era la responsable de la casi totalidad de los disturbios que se producían en las fiestas. No se podían reprimir las ganas de dar una carrerita a aquellos chavales que semana antes, o semana después, iban a tener delante en una manifestación.

Así, cuando las fiestas comenzaron a tener solera, ya se sabía cómo terminaba y, por eso, la sola presencia de las fuerzas del orden constituía. una provocación. Ésa era la súplica del colectivo de vecinos organizadores de festejos a la autoridad competente: "Por favor, no nos traigan la policía a las flestas". Era imposible. Cuando menos protección solicitaban los organizadores, más les daban (no diremos por dónde).

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De entre todas aquellas fiestas destacaban por su capacidad de convocatoria, solera, intensidad de participación y armonía: las fiestas del Dos de Mayo.

El barrio de Malasaña era tomado por madrileños llegados desde todos los puntos de la ciudad y allí se vivía una auténtica fiesta hasta la madrugada durante varios días. Las recuerdo con una alegría desmesurada porque eran los primeros frutos de la libertad.

Claro está que, al ser las más significativas y ruidosas, también eran las más apaleadas. Era impresionante cómo cambiaba el curso de la fiesta cuando en medio de la armonía, del júbilo general, aparecían vanas furgonetas de la policía y se paraban detrás del escenario aguardando a que se presentara una excusa para comenzar la carga por las calles del barrio. Un chaval que yo conocía perdió un ojo en una de esas carreras. Allí había palos para dar y tomar.

Al final se consintió que los propios vecinos llevara en el control de las fiestas de Malasaña. Se acabaron los problemas. Las calles estaban cortadas por vallas amarillas, detrás de las que había jóvenes del barrio para evitar la presencia de los incontrolados, que para los más jóvenes diremos que eran señores de paisano que irrumpían en fiestas, manifestaciones, el Rastro, etcétera, pegando a la gente, y que cuando se les acorralaba sacaban pistolas y esgrimían carnés. La policía nunca les detenía (por eso les debían llamar incontrolados), y las veces que intervenía, por que se les reducía, era para protegerles y emprenderla, a golpes con los que velaban por la tranquilidad de la fiesta.

Al final, las fiestas se han quedado y la represión se ha ido. Todo en este país, hasta los bailes, se ha conseguido a hostia limpia. Y eso que después de mucho viajar puedo decir con orgullo que no he visto un pueblo más pacífico que éste. Por lo menos en nuestra área, Europa, Norteamérica... Ahora, algunos representantes de la autoridad, no diría yo.

Aún queda algo en las fiestas populares de aquella gestación turbulenta. Hace poco, como decía al principio, en unas fiestas de San Isidro los municipales cargaron contra unos vendedores ambulantes por no tener papeles, ya ves tú.x

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