Ante una democracia cercenada
No hay modo de aguantar por más tiempo la tensión mantenida desde comienzos de año, máxime cuando llueve sobre mojado, tras otros periodos, como el dominado por el caso Roldán, en los que creímos haber superado ya con creces lo soportable. La identificación de los dos cadáveres que, tras haber sido torturados, fueron enterrados en cal, marca un tope imposible de franquear. Una vez que estamos moralmente convencidos de que en nuestra sedicente democracia se ha torturado y matado desde el poder, nada de lo ocurrido por grave que suene -mandos de la lucha antiterrorista en la cárcel, la sospecha fundada de que los fondos reservados han alimentado sobresueldos en el Ministerio del Interior, probablemente también en otros ministerios- o lo que aún podamos averiguar en el futuro -no conocemos más que la punta del iceberg- podrá, sin embargo, transportamos a otro plano. En estas circunstancias, el presidente y su partido se comportan como si lo ocurrido bajo su Gobierno -no les concerniese en absoluto, con lo que, al no asumir la responsabilidad política, aumenta la zozobra. Ahora bien, el crimen produce indignación al principio, luego expectación, más tarde sólo curiosidad y al final aburrimiento, si es que no cambian las tomas y el acusado logra convertir el horror en simpatía. En el camino de la abyección cabe siempre bajar un peldaño.Si después de haber sufrido un infortunio que nos parece que nunca podremos superar -muerte de un ser querido, desengaño amoroso, derrumbamiento de nuestra posición profesional- en un tiempo mucho más breve del que imaginábamos volvemos a la normalidad, cuánto más fácil no será el olvido de hechos gravísimos que se cuenta que ocurrieron en los arcanos del poder, es decir, a una distancia infinita del ciudadano medio. Si las élites económicas, sociales, culturales de nuestro país miran a otro lado, sin asumir las responsabilidades que les incumbe, ¿adónde diablos va a mirar el resto de los ciudadanos? Es ley de vida que la marea remita, dando la razón a los que aconsejan que, al quedar en evidencia, lo mejor es negarla y comportarse como si nada hubiera sucedido. Después de la tormenta viene la calma y con ella la oportunidad de hacer recuento de los destrozos, entre los que tal vez el mayor sea haber convertido a España en un país de irresponsables, en el que para sobrevivir es preciso mirar para otro lado, porque hacerlo de frente resulta tan angustioso como insoportable.Quedamos así abocados a optar por una de estas tres salidas: la más obvia y extendida consiste en refugiarse en la privacidad y dar la espalda a la política; todo lo más contemplarla como un espectáculo que sin cesar aporta escándalos y sorpresas, actitud que no tarda en desembocar en el hastío. La capacidad de sorpresa se agota pronto y quedan sin efecto las mayores descalificaciones. Las encuestas muestran que el número de españoles interesados en la política, partiendo de un porcentaje muy bajo en 1977, que explicábamos por los famosos cuarenta años, en los de Gobierno socialista ha descendido bastante, en los últimos meses incluso de manera exponencial.Cierto que tamaño desinterés y hasta náusea de la política no supone un aval para el futuro democrático de España. Pese a que algunos hayan interpretado el actual distanciamiento de la política como una prueba de madurez, un día habrá que reconocer. que no hay democracia sin demócratas.Despreocuparse de la política es la salida de la gran mayoría; tratar de justificarla, la que más tienta a los que se comprometieron con la democracia. En efecto, resulta duro tropezarse de cara con los hechos, y no sólo para los muchos que en algún momento han votado y defendido a González de buena fe, sino incluso para los que de su adulación han hecho oficio del que vivir. De ahí la necesidad, ampliamente sentida, de trastocarlos, disimularlos, rechazarlos.
La tensión que causa crímenes fehacientes que ponen en cuestión el Estado de derecho y la democracia en España se rebaja a simple crispamiento, que tendría su origen en el afán desmedido de poder de ciertos políticos. Cuando en las actuales circunstancias se invita a apaciguar los ánimos, a evitar los insultos, a recuperar el diálogo, planteando al fin los problemas reales del país, lo que en realidad se pretende con discurso tan razonable, se sea de ello consciente o no es desviar la atención de asesinatos,, torturas y latrocinios que nos desmontan la buena conciencia y, lo que es peor, nos desbaratan el edificio. No es precisamente sosiego lo que se transmite cuando algún avisado nos asegura que el presidente no dimite, por graves que sean los crímenes que se han convertido en noticia diaria, porque en el poder se siente mejor protegido. Hemos Regado al punto de barajar hipótesis de este tenor, sin que nos echemos a temblar.
Esta segunda actitud para funcionar necesita aferrarse a confundir la responsabilidad política con la penal. Colocados en el ámbito de lo judicial, lo propio entonces es mostrarse harto precavidos hasta que una sentencia firme no haya depurado hechos y responsabilidades. Entretanto, habrá que defender la presunción de inocencia de algunos procesados, callar respecto a otros que provocan la rabia del Gobiemo -diferencian nítidamente entre el señor Vera y el señor Roldán- a la vez que destacan por el empeño en concitar las iras contra el juez al que se le imputa ser el verdadero causante de la crisis de Estado.
Judicializada la política se trata de encontrar una salida procesal -siempre cabe la esperanza de que un defecto de forma, invalide los autos- a la vez que sin el menor pudor se ataca la independencia del juez instructor y si es preciso la de la magistratura toda. Se confía más en la justicia que proviene de los tribunales más altos que la que tome a su cargo el juez de turno. Late la presunción, harto plausible, de que los poderes del Estado conectan mejor en las cúpulas. Se inventan fueros y protecciones que, de ser posible, se quisiera extender a la clase política en su totalidad, aunque salte en mil añicos el principio de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.
El ritornello es siempre el mismo, "no sabemos... tenemos sospechas que no bastan, conjeturas insuficientes". La "certeza científica" no existe y "la judicial es lenta" y además tampoco deja de ser cuestionable. No falta la condena del crimen en abstracto -quién se atrevería a declararse amigo de la tortura o del asesinato-, pero se repudian como si hubieran ocurrido fuera del tiempo y del espacio. Mientras esperan alcanzar una certeza imposible, se consideran libres de tener que hilvanar cualquier tipo de reflexión política que, referida al caso concreto, de algún modo les comprometa.
Incluyo en este segundo grupo a los que ni siquiera están dispuestos a entrar en lo que les parece una polémica tan mezquina como descabellada, y siguen hablando y escribiendo como si nada hubiera ocurrido. A estos patricios insignes les repugna la hipocresía de los que ahora protestan por crímenes que antes aplaudieron de la única manera que debe hacerse, no mentándolos. Que los plebeyos crean que el Estado está sujeto a la moral y el derecho tiene un pase, pero que lo finjan también los que por origen, inteligencia o posición debieran saberlo, no se explica más que como señal de un afán, tan incontenible como demagógico, por hacerse con el poder lo antes posible. Y les asquea, no sólo que se transgredan normas no escritas, que son las que de verdad respetan, sino que, con semejantes denuncias, se debilite al Estado y a sus dignos representantes. Para los pocos que sólo aspiran a no avergonzarse de sí mismos se impone una. tercera vía. Les revuelve la sangre -y se les nota- la amplia gama de mecanismos que emplean para justificar lo injustificable, pero tal vez lo que les produzca mayor indignación, porque deja traslucir todo el trasfondo antidemocrático que semejante manipulación conlleva, es recortar la legitimidad a tan sólo la de origen, olvidando la de ejercicio. Así como no distinguen entre responsabilidad política y penal, tampoco diferencian entre legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio. Y ambas son imprescindibles para que podamos considerar democrático a un Estado.
Obsérvese que el Gobierno apela exclusivamente a la legitimidad de origen, y supone que, ocurra lo que ocurra y sea cual fuere su comportamiento, ésta no se desgasta ni puede cuestionarse. Los españoles lo eligieron para un periodo de cuatro años y, pase lo que pase, sólo el presidente tendría la facultad constitucional de acortarlo. Una vez cumplida la legislatura, el electorado ya tendrá ocasión de juzgar su actuación y bien reelegirlo o reemplazarlo. La legitimidad de origen cubriría, legitimándola, cualquier forma de ejercicio del poder. En consecuencia, todo lo que haga un Gobierno legítimamente elegido sería legítimo.
Claro que ni el más estúpidamente obcecado de los defensores gubernamentales de última hora se atrevería a formular un dominio exclusivo de la legitimidad de origen en estos términos, pero en los años en los que el señor González preside el Gobierno se ha comportado de hecho como si bastase la legitimidad de origen. Las veces en que por razones de Estado habría tenido que saltarse la legalidad -de estas cosas no se habla, aunque tampoco se ignoren- la reelección habría legitimado a posteriori tales conductas. El presidente González, en uno de esos frecuentes actos fallidos que por suerte denuncian su verdadero pensamiento, llegó a disculpar haber firmado la carta de apoyo a Galeote, justamente por los méritos que habría contraído en la lucha contra el franquismo, como si la legitimidad de origen fuera suficiente para justificar un comportamiento irregular, es decir, la falta de legitimidad de ejercicio. No se distingue entre responsabilidad política y penal porque en el fondo tampoco se diferencia entre legitimidad de origen y de ejercicio, carencia que, désele las vueltas que se quiera, cuestiona el carácter democrático del Gobierno establecido. Ya sé que no es cómodo sacar semejante conclusión, pero ha sido el comportamiento del Gobierno el que nos ha llevado a dilema tan irritante: o bien, aceptamos una democracia canija y recortada, que vendría definida sólo por el hecho de que, a más tardar cada cuatro años, los ciudadanos tenemos la oportunidad de elegir a nuestros gobernantes, o bien, no estamos dispuestos a renunciar a un principio constitutivo de las democracias modernas, la legitimidad de ejercicio, es decir, el respeto escrupuloso de los derechos humanos y de la legalidad establecida.
Cuando existen fundadas dudas de que el Gobierno habría podido tolerar o, por lo menos, no haber sido capaz de controlar a su aparato policial para que no se torture o se asesine, y además no está dispuesto . a asumir las responsabilidades políticas que de los hechos se derivan, porque no conoce otra legitimidad que la de origen, no tenemos otro remedio que preguntamos si estamos ante un Gobierno democrático. El señor González al principio de su mandato sacrificó el socialismo con el argumento, que entonces a muchos nos pareció aceptable, de que primero había que consolidar la democracia; al término de su etapa, la democracia se tambalea, no por la presión de los enemigos externos, sino por la forma no democrática de haber ejercido el poder, es decir, por la falta de legitimidad de ejercicio. En los últimos meses, el número de españoles que han llegado a esta conclusión ha crecido considerablemente, y ello ocurre justamente en un país en que, en virtud de los conflictos nacionalistas, el cuestionamiento de su carácter democrático alcanza las cifras más altas de la Europa comunitaria. La deslegitimación que conlleva la actual crisis de Estado debería dar qué pensar, por lo menos a los demócratas no dispuestos a conformarse con una democracia de tal forma recortada. Sin el menor patetismo, pero con toda la fuerza que alcancen nuestros pulmones, importa gritar por todos los rincones de España que en estos meses nos estamos jugando el futuro de la democracia. El que de ello sean conscientes tan pocos, no permite un pronóstico muy halagüeño.
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