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Los 'progres' madrileños

Dicen que los progres madrileños son una especie a extinguir. No lo crean. Son resistentes. Han perdido demasiadas batallas como para desaparecer de la escena precisamente ahora. Nuestros progres proceden de la clase media, la misma que desde mediado el XIX intentó, sin lograrlo, llevar la pasión moza por la igualdad y la ética hasta la arena política, para revolucionarla. Estudiaron en colegios de puras o monjas como San Antón, Calasancio, Sagrados Corazones, la Asunción, las Ursulinas o la Safa; en centros laicos como el Caldeiro, el Decrolly; academias como la Krahe, Dobao o Martínez Pita, o en institutos como el Ramiro, San Isidro, Beatriz Galindo o Lope de Vega. Luego pasaron a la Universidad con la convicción de que el futuro por el que apostabn bien pudiera llevárselos por delante. Pero nunca les arredré un riesgo tan cierto.En los setenta tenían 20 años, la esperanza puesta en el proletariado, el alma llena de anhelos y también de traumas inducidos por algunos de sus educadores -generalmente reaccionarios- que durante demasiados años les atiborraron de ritos y de frases sin sentido. Sin embargo, los progres madrileños comenzaron a hacer el amor casi a tiempo, ni antes ni después, en una de las primeras ocasiones históricas en que los jóvenes madrileños rompieron a folgar cuando era necesario. Antes, sus corazones se habían emancipiado ya con las notas de If I fell, de los Beatles; su rabia se había expresado a través de los Rolling Stones, sus sueños habían tomado forma desde las canciones del pueblo que Paco Ibáñez, Elisa Serna, Chicho Ferlosio o Ricardo Cantalapiedra divulgaban valientemente en colegios mayores o en facultades, mientras su sensibilidad había despertado a golpe de Georges Politzer, de Marx, de Kerouac, Joyce, de Reich o de Lacan.

Desde los estantes de la Tarántula, Marcial Pons, del Fondo de Cultura Económica, desde las librerías con trastienda de San Bernardo y Argüelles, en textos editados por Alianza, o desde los amplificadores de El Gatuperio; Cleo, o Boys, sus pensamientos se habían acostumbrado al rumor de la libertad que llegaba a Madrid, afortunadamente inadvertido por los de la Brigada Social, que creían que La sagra dafamilia de Karl Marx era un libro pío o que el Let's spend the nigth together, de los Rolling, significaba "No quiero que me dejes", como los censores tradujeron.

Los progres madrileños soñaban con la caída del tirano, eran buena gente. Aunque no formaran parte del exiguo cuatro por ciento de estudiantes que militaba entonces en organizaciones políticas perseguidas, con el riesgo de pasar años en Carabanchel o Yeserías por este simple hecho, lo hacían de manera indirecta; pero muy preciada, brindando sus casas como almacenes de propaganda cuando sobrevenían caídas, estallaban redadas o cuando alguno se quebraba ante la tortura en la Mansión, la odiada DGS de la Puerta del Sol. En las cuestas de la Complutense, entre las facultades enjauladas de la Autónoma, frente a los botijos (cisternas) con agua teñida de anilina o las porras de los grises, bajo los helicópteros que aterrorizaban a los manifestantes, los progres madrileños tragaban saliva y apedreaban cuando, había que apedrear, corrían, cuando había que correr, o echaban pie a tierra para sujetar cuerdas o poner en acción pitos ultrasonar de desguaces, con los que derribaban los caballos enloquecidos de la Policía Armada durante las temibles cargas. Estaban asustados, pero también poseídos de una fe en la dignidad y en la libertad de todos -por encima de la propia- que nunca, hasta hoy, les ha abandonado.

Los progres en Madrid, como en otras zonas de España fueron la referencia moral del compromiso de una generación con la democracia, eslabonada con el marxismo, para colocar bien alto el listón de una emancipación que luego la historia, los votos y el pragmatismo se encargarían de corregir a la baja.

Madrid, a la sazón, contemplaba entre sorprendido y atento la hermosa charada ideológica instalada en las cabezas de sus progres. Pero ellos no cejaban. Acompañaban a los rojos a los mítines en Perkins o Standard, buzoneaban La Hora de Madrid en portales y comercios de Bilbao y Alonso Martínez; rezumaban odio hacia el racismo imperial de Johnson, o coña hacia el palio de Franco o el alcalde Mayalde, a quien Castillo Puche llamaba "el tontaina el conde". Los concejales Suevos y Ezequiel Puig, rey mago en todas las cabalgatas, otorgaban una nota municipal pintoresca, mientras la ciudad apenas intuía que "esto [aquello] se tambalea", como los de Castañuela 70 decían en el teatro de la Comedia.

Pese a haber protagonizado con su valentía la salida de la dictadura, el despegue de la emancipación sexual, del movimiento vecinal, del feminismo y de la sensibilidad ecológica, los progres madrileños quizá columbraban ya entonces que ellos serían luego algo similar a ese caballo al que se denominaba El Resignado, que dispone a la yegua (democracia) para la coyunda y, una vez lista ella y retirado él, es copulada por un semental recién llegado.

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Los progres madrileños, que pagan hoy ante sus parejas la factura de anteriores generaciones machistas, que se equivocaron bastante con el nacionalismo, que desconocían que de la hierba que compartieron surgiría un imperio oscuro, cometieron además el imperdonable error de no mezclar su interés personal con el curso de la vida política, al rechazar el disfrute de un poder que los trabajadores y ellos -y pocos más que unos y otros- consiguieron hacer cambiar de manos, casi sólo de manos.

Tal vez por ello, aún anhelan la llegada de una generación -¿la del 0,7?- a la que ni el pensamiento blando, ni la droga, ni el paro le impidan conseguir sus deseos, y a ellos, nuestros progres madrileños, les permita pasear por las lomas de la Complutense, para extinguirse en silencio con la conciencia tranquila de haber cumplido con su deber.

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