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Los requisitos de la tolerancia

Fernando Savater

Casi siempre, las conmemoraciones anuales propuestas por la ONU celebran entidades o virtudes maltratadas por nuestra inclemente historia común: la mujer, el niño, los pueblos indígenas, el medio ambiente... Y ahora, la tolerancia. No habrá ningún año dedicado al dinero o a la guerra, porque estos patronazgos no son primordialmente exhortaciones a la reflexión, sino a la súplica. Como ocurre con el término autodeterminación cuando lo utilizan los nacionalistas vascos, la tolerancia es un concepto prestigioso e impreciso, en cuya alabanza todo el mundo está vehementemente de acuerdo, pero sobre cuya aplicación casi nunca se dice nada concreto, por lo que cada cual puede emplearlo para arrimar el ascua a su sardina. Sabemos que "hay que ser tolerantes", pero también que "no debe tolerarse la intolerancia". Los ejemplos de intolerancia van desde la actitud represiva de la homosexualidad hasta el racismo; en algunos casos, lo que a unos nos parece intolerancia -la penalización del uso de determinadas drogas, por ejemplo-, a otros les resulta una prohibición razonable; y en contextos especialmente conflictivos un mismo suceso puede ser juzgado desde dos perspectivas diferentes: para unos es intolerancia prohibir el velo islámico a las alumnas musulmanas en centros de enseñanza pública francesa, y para otros, la intolerancia es empeñarse en llevarlo, mientras que hay quien condena por igualmente intolerantes la fatwa de Jomeini contra el blasfemo Salman Rushdie y la mismísima blasfemia de Rushdie contra el venerado Mahoma. Para rematar este bienintencionado guirigay, recuerdo lo que hace muchos años, siendo yo adolescente, me comentó un sabio benedictino amigo mío (lo crean o no, yo he tenido muy buenos amigos benedictinos): "La tolerancia es algo hermoso, pero no olvides que cierta intransigencia siempre forma parte de la salud mental". Nunca lo olvido.Algunos de estos equívocos y ambigüedades provienen de la evolución histórica del concepto moderno de tolerancia, que ha pasado de ser una reclamación privada a los poderes públicos hasta convertirse en una exigencia pública a las conductas privadas. Locke o Voltaire solicitaban tolerancia a sus respectivos Gobiernos, es decir, que no proscribieran ni prescribieran ninguna religión concreta a sus súbditos, incluso que les permitieran no tener ninguna. De lo que se trataba, a fin de cuentas, era de alcanzar el logro político característico de la modernidad: el Estado laico, no confesional, bajo cuya imparcial tutela cada cual buscase la salvación de su alma y la prosperidad de sus negocios como mejor le conviniese. El individualismo liberal es inseparable de la reivindicación moderna de la tolerancia, como lo fue también de la abolición de la esclavitud o de la pena de muerte, y su demanda se orientó en principio a limitar o suprimir la influencia eclesial sobre leyes y autoridades. Es importante recordar este origen cuando hoy los obispos o el Papa hacen oír su voz sobre cuestiones legales y políticas (que ellos llaman "éticas") y se quejan de las críticas "intolerantes" que suscitan: tienen todo el derecho. del mundo a dar su doctrina, pero, gracias a los que se les enfrentaron durante los últimos 300 años, se ha conquistado también el derecho a denunciar sus incongruencias y a no obedecerles.

La tolerancia nació, pues, como un valor del laicismo: fue un preservativo contra el, celo apostólico. Conserva este sentido clásico en los países teocráticos, como lo son algunos de impronta islámica. Es una muestra patética de indigencia intelectual entretenerse discutiendo si el verdadero islam ordena cometer las atrocidades inquisitoriales que se llevan a cabo en su nombre o no. Como el cristianismo o el judaísmo, como las demás religiones, el islam mezcla barbaridades crueles, supersticiones absurdas y, conmovedora piedad humana, a partir de arcaicos textos confusos y la voz superpuesta de mil clérigos: lo intolerante no es el islam, sino su poder político, el hecho desventurado de que siga siendo fuente única o principal de legalidad en comunidades cuyo pluralismo asfixia. Pero, desde luego, nuestro siglo también ha conocido ejemplos de esta pretensión eclesial de convertirse en referente unánime de sentido de la vida social dentro de movimientos políticos no religiosos: los totalitarismos comunista y nazi, los nacionalismos feroces, el racismo y la xenofobia, incluso el productivismo a ultranza y la santificación excluyente del provecho económico (cuya contrapartida no es el desinterés franciscano, sino intereses igualmente materiales y racionales, aunque de distinto orden).

En los países democráticos y en los que desean llegar a serlo, la tolerancia ya no es solamente una reivindicación hecha por individuos y grupos a los poderes públicos, sino una exigencia de la comunidad a cada uno de sus miembros para que soporten pacíficamente lo que desaprueban en sus conciudadanos. Debe quedar claro que vivir en una democracia actual (y aún más en la futura) equivale a coexistir con lo que no nos gusta, con lo que consideramos erróneo o mezquino, con lo que nos repugna o no conseguimos entender. La democracia es un concierto discordante, una armonía cacofónica, por lo que exige más laxitud en lo colectivo y mayor madurez responsable en lo personal que ningún Otro sistema político. Lo característico de vivir en democracia es sentir impaciencia y desasosiego; encontrar en lo común un amparo genérico, pero poco consuelo gregario para las inquietudes privadas. De modo que la tentación de identificarse con algo constante, sobre todo cuando la educación no marcha. demasiado bien y la economía tampoco. En tal situación, la tolerancia no es una edificante aspiración personal, sino una actitud política que debe ser convenientemente instituida. Para ello creo que deben cumplirse una serie de requisitos, de los que apuntaré cuatro.

El primero pide establecer nítidamente el área en que es operativa la idea de tolerancia. Como queda dicho, este concepto nace como una pro puesta antimonolítica contra la imposición de dogmas en cuestiones ideológicas, espirituales o formas de expresión vital. Su fundamento es que dentro de una comunidad dada se puede ser ciudadano de muchas mane ras y que hay un área de libre disposición existencial amplia sobre la cual las leyes no tienen por qué decidir. Insisto: la tutela legal ha de impedir el daño directo y no consentido a terceros (a terceros concretos, no a la sociedad o al pueblo) y a los menores, sin inmiscuirse en el supuesto daño que los adultos quieran hacerse voluntariamente a sí mismos o entre sí.

- El segundo exige defenderse contra la intolerancia militante. La tolerancia no es una actitud pasiva, resignada, ni la indiferencia decadente acerca de lo que nos rodea: es luna disposición combativa a favor de la pluralidad social y también de la fuerza de voluntad ciudadana contra el fanatismo (el fanatismo, que no sabe sino exterminar, expulsar o doblegar lo distinto, es "la única fuerza de voluntad de la que son capaces los débiles", según dictamen de Nietzsche). Propugnar el derecho a la diferencia exige establecer un derecho cómun que legitime las diferencias, no la coexistencia disgregadora de una diferencia de derechos que a unos les autorice a ser individuos y a otros (sobre todo, a otras) no les permita más que

ser miembros de una comunidad tradicional. La tolerancia es decantarse por un tipo dado de sistema político, no reconocer encogiéndose de hombros que todos tienen su lado bueno y su lado malo.

- En tercer lugar, es preciso distinguir las personas como tales -sujetos libres, ciudadanos- de las ideas o creencias que sostienen y de las costumbres que practican. El respeto debe amparar a las personas, pero no a opiniones o comportamientos, que pueden ser discutidos y criticados, incluso de modo irreverente. El precio de que ideas y costumbres no sean prohibidas es que puedan ser puestas públicamente en solfa. Sentirse herido en sus creencias no da a: nadie derecho a herir al ofensor en su cuerpo mortal, sus bienes o su ciudadanía. Convivir con lo que uno detesta implica aceptar que muchos de los que conviven con nosotros le detesten también a uno... siempre por razones equivocadas, claro está.

- Y el cuarto requisito es el interés por lo que desaprobamos, la curiosidad y aun el esfuerzo por ampliarnos hacia aquello con lo que no estamos de acuerdo. Tras citarle una opinión de Epicuro, el estoico Séneca hace un guiño de excusa a Lucilio: "Acostumbro a pasar al campamento enemigo, no como tránsfuga, sino como explorador (sed tamquam explorator)". La tolerancia nos permite explorar la diversidad de lo humano y descubrir fuera de nosotros la verdad de nuestra pluralidad íntima, pues toda persona cuerda sabe en su interior que ni todo su cuerpo ni toda su alma están por completo en el mismo bando. Lo dijo así Ortega, en el primero de sus libros: "Esa lucha contra un enemigo a quien se comprende es la verdadera tolerancia".

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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