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Tribuna:DESAFÍO TERRORISTA A LA DEMOCRACIA
Tribuna
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El cruce

La reacción, prácticamente unánime, de las fuerzas políticas ante el bárbaro atentado sufrido por José María Aznar marca el buen camino. Las voces más autorizadas de todos los partidos han puesto de manifiesto que el intento criminal, rendimientos electorales aparte, debía ser sentido por todos como propio. No por ingenua benevolencia, sino por saberse embarcados en una misma empresa: el Estado común. La lucha antiterrorista y su panoplia de instrumentos ha de ser cosa de todos y nadie, con conciencia de Estado, puede capitalizar sus éxitos o sus errores. Ni utilizar en beneficio propio sus ineludibles costes. Y otro tanto deberá ocurrir con dimensiones vitales del Estado como la dotación de la seguridad o la estabilidad de la moneda.Pero hay también otra dirección, por frecuentada no menos equivocada, y que se apunta en esta precampaña de las elecciones locales: la radicalización del conflicto político hasta hacer de éste el rasgo esencial del Estado democrático. ¡Como si lo más hondo de la democracia no fuera la concordia y lo propio del Estado, la estabilidad institucional que produce seguridad ciudadana en todas las múltiples dimensiones del término! Por tal senda, lo que en último término sufre es el Estado mismo y de rechazo, la ciudadanía.

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Esta radicalización perturbadora de la que da cuenta el cruce de improperios (fácil y peligrosa alternativa a los argumentos) entre los líderes, de la que las fuerzas políticas y muchas sociales son responsables, se manifiesta en tres sentidos.

Primero, mediante la desnaturalización de las elecciones locales, convirtiéndolas en un anticipo de unas presidenciales no previstas, por cierto, en la Constitución. Los mismos partidos políticos, que ajenos a la democracia interna exigida por la Constitución (art. 6), evitan a toda costa unas primarias auténticas en el seno de cada uno de ellos, desnaturalizan las elecciones locales convirtiéndolas en primarias entre sus líderes. Y en vez de plantear opciones municipales concretas, como la lógica de las instituciones requiere, se va a una alternativa entre opciones globales y personalizadas.

Con escaso contenido objetivo, por cierto, y éste es el segundo rasgo de la radicalización. El PP pretende desde 1989 desalojar al PSOE sin dar otra razón que la imperatividad del cambio a toda costa. El "váyase, señor González" es la réplica histórica e invertida al "¡Maura no!". Los errores de Maura y, más aún, de los mauristas, fueron incontables. Pero la actitud del entonces bloque de izquierdas, al destruir el partido conservador, minó los cimientos del propio sistema político.

La inmediata consecuencia de tal actitud es la descalificación global por los socialistas de la alternativa popular como derecha socialmente cavernaria, retrotrayendo el debate a fechas tales que la imputación es peor que falsa; es anacrónica.

Ahora bien -y tal es el tercer rasgo-, al tildar de ultramontana a una fuerza política cuyos programas siguen sin conocerse ni debatirse, el partido del Gobierno se siente tentado, acia una mayor demagogia. Para oponerse a lo que se quiere presentar como derecha, resulta preciso ofrecerse como izquierda. Si aquélla es derechona, ésta tiene que ser radical. Y si la feliz alianza con los nacionalistas es garantía frente a ello, los posibles pactos postelectorales con Izquierda Unida van en tal sentido. Y hoy la demagogia en el campo de las migraciones -léase extranjería y asilo-, de la seguridad, las relaciones exteriores o la fiscalidad, atentan seriamente al Estado.

Las esfinges suelen aparecer en la encrucijada.

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