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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Relámpago Gingrich

ESINDUDABLE que el nuevo presidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Newt Gingrich, ha impuesto en 10 días su agenda política a la nación. Después de los primeros 100 días de mayoría republicana en el Congreso norteamericano, toda la actividad política de ese país gira en tomo al programa legislativo conocido como Contrato con América, que es también la única fuente de ideas en la actualidad sobre cómo corregir los problemas profundos que aquejan a la sociedad estadounidense. Ése es un mérito de Gingrich, a quien obligatoriamente hay que reconocer como un hombre con visión y extraordinaria fe en su causa.Es lamentable, sin embargo, que tanta energía y decisión se desaprovechen en una misión tan equivocada. El Contrato con América aborda, eso es cierto, problemas reales: crimen, seguridad social, déficit público... Pero las respuestas que el programa republicano propone son de las que dan la razón al argumento con que los conservadores suelen oponerse a las reformas: crean problemas mayores que los que aspiran a resolver. La revolución que promete Newt Gingrich supone la renuncia por parte del Estado a su función de equilibrador de las diferencias de clase, de corrector de las injusticias sociales y de moderador de las acciones de los individuos. Si se priva al Estado liberal de ese papel tardaríamos poco en pasar al... Estado de naturaleza. Como ha afirmado recientemente The New York Times, "estos 100 días no han sido un viaje al futuro, sino un retroceso. a la idea de la era industrial, en la que la política pública está controlada por las empresas".

Eso no es desarrollo ni progreso. Un país como Estados Unidos debe estar preocupado por no perder el ritmo de los tiempos. Intenta, y es razonable que así sea, mantener su gran poder anticipándose a los retos de la sociedad del futuro. Esos retos obligan necesariamente a replantearse las sociedades del bienestar, a preguntarse si el Estado puede seguir haciendo frente a muchas de las cargas que. tenía asumidas hasta ahora. Ese debate es sano y estimulante. Desgraciadamente, ni Clinton ni el Partido Demócrata -como tampoco otros muchos políticos de similar orientación ideológica en el resto del mundo- han hecho hasta ahora aportaciones atractivas a ese debate. Pero ello no otorga automáticamente la razona las fórmulas drásticas de la nueva derecha.

La reforma del Estado asistencial, de la incosteable Seguridad Social, la reducción del déficit presupuestario, incluso la revisión del programa de affirmative action (discriminación positiva para las minorías) deben ser considerados en un clima bipartidista, a plazos prudentes y sin profundizar la injusticia de una sociedad ya extremadamente desigual. Es probable que al final así sea. Estados Unidos no es un país de revoluciones ni de polarizaciones extremas entre izquierda y derecha. Aunque la influencia de los sectores reaccionarios de la derecha. cristiana y de los grupos antiabortistas se deja sentir con más fuerza que nunca en el Partido Republicano, otros sectores están ya moderando el impulso de Gingrich. Así lo demuestra el cuidado con el que el Senado está estudiando las propuestas de la Cámara de Representantes.

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La última palabra la puede tener todavía Clinton, quien, tras dos años de gestión bastante confusa, empieza a dar muestras de haber encontrado el espacio para ejercer. su liderazgo. Si consigue recuperar la iniciativa, presentar su propio contrato y unir a los demócratas detrás de sus propias ideas, el contrato de Gingrich puede quedar reducido al relámpago de un iluminado.

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