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...y silencios enemigos

Dicen que somos un pueblo gritón -y lo somos-, pero en realidad no gritamos por nuestra condición de latinos aficionados al sol y con alegría de vivir, como dicen: en realidad gritamos para esconder el silencio, que es lo que más nos asusta. Y no sólo por ser el silencio la imagen de la página en blanco, la ausencia, la condición de la idea, la noche, la memoria y otros territorios que rodeamos temblando, sino porque en Madrid, que a fin de cuentas sigue siendo la capital del imperio, el silencio es la manifestación del poder. La máxima, la verdadera.Puede que el guardia silbe, que las masas rujan, que el profesor ejecute, que el articulista sermonee, que el marido gruña... todo ello no es más que el balido que aprendemos desde la cuna para animarnos y distraer nuestro pánico oculto: el silencio.

No sé si se han notado ustedes las leyes de premio y castigo que últimamente rigen entre los niños. Digo últimamente porque por mucho que exprimo mi memoria no logro recordar que nosotros tuviésemos el mismo código penal; en mis tiempos nos rompíamos las narices y en paz: era un dolor pasajero, no una tortura. Entre los niños de ahora existe un pánico generalizado al "ya no eres mi amigo", pues sigue una sentencia no menos terrible: al inculpado se le deja de hablare incluso de ver. Puesto que "ya no es amigo", se le suprime el nombre, se le borran las huellas dactilares y se le volatiliza. Y como rara vez somos individuos, ni siquiera de niños, cuando se dice de alguien que "ya no es amigo" se quiere decir que no es amigo de nadie. Y el proscrito queda ahí en medio del patio, evaporado, inexistente.

La condena no es ni mucho menos de por vida sino que está sujeta a las revisiones más caprichosas, sospecho que porque el silencio atemoriza incluso a quienes tienen el poder sobrenatural de administrar lo, y además mañana pueden ser víctimas. (Lo serán.) Esta condición aleatoria es una magnífica prueba para medir -en silencio- la miseria y el coraje. Y no precisamente porque el guerrero sea capaz de re sistir la prueba de la lapidación por silencio, sino por que lo sea de rebelarse contra la cobardía lanar de juzgar así.

A fin de cuentas esos niños madrileños que ejercen en el patio su poder de alquimistas para hacer desaparecer al prójimo, o bien son desterrados a la inexistencia por la maldición del rebaño, van a tener que enfrentarse más tarde o más temprano con la responsabilidad de marginar o ser convertidos en transparentes. Se elija el terreno que se elija, a lo largo de años he detectado que no hay actividad ni lugar en esta capital del poder que se mantenga al margen de la ley, aunque es posible que entre cartujos, monjas descalzas y músicos la cosa funcione de otra manera.

En cualquier otro sitio el poder se ejerce mediante el silencio. Si se lee a la luz de esta clave la historia de Colón, por ejemplo, se verá que la suya fue sobre todo la victoria de la tenacidad contra las interminables antesalas de la Corte española -"las cosas de palacio van despacio", o lo que es lo mismo el silencio por respuesta-, y que la sabia humanidad de El Quijote se cuajó en buena parte en los muchos, infinitos silencios que tuvo Cervantes que soportar en respuesta a sus demandas de empleo imperial, respaldadas por su condición de hidalgo, cautivo en Argel y herido en Lepanto. Podríamos seguir con Quevedo, Larra, Goya, Ramón y Cajal, Valle-Inclán, Cernuda y otras ilustres estatuas del panteón nacional que de una forma u otra padecieron y glosaron o más bien maldijeron esa sutil aunque eficaz forma de tiranía -como el coronel de García Márquez o los personajes de Kafka, símbolos de nuestra era de violencia porque víctimas del silencio administrativo-, pero correríamos el riesgo de perdemos.

Y nos arriesgaríamos a no ver hasta qué punto, superados el potro de tormento y las galeras, el silencio se ha vuelto nuestra principal arma de castigo y ha convertido a una apreciable parte de esta población de funcionarios, escalafonarios y poderosos en verdugos. "Quien se mueva no sale en la foto", dijo un político con inclinación a la metáfora. Lo que quería decir era: "No se le vuelve a oír". Y no porque se le enviara a Siberia o a los campos. Ya no hace falta. Basta con envolverle en una telaraña de silencio.

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Debe de ser duro, para un político, no ser escuchado más que por su mujer. Piénsese sin embargo que ese, el de no ser oídos o serlo sólo en los quince minutos de gloria que Andy Warhol nos reservó a todos -la refinada censura de la igualación por abajo-, es el destino de infinidad de cesantes que tienden la oreja en el silencio a ver si alguien les llama; de novios a quienes su novia abandona no respondiendo al teléfono; de compositores que nadie tiene la generosidad de escuchar (véase la música de silencios de Mompou); de solicitantes de empleo sin descanso en la agonía porque nadie cree que en su sueldo sé incluya el mal rato de decir que no; de actores que mueren poco a poco cuando van viendo que ya ni les critican; de pintores llenos de talento a quienes por eso mismo nadie mira, ni mucho menos cita; de escritores que ya no tienen nada que decir pero se agitan mucho Ilamando la atención -en la fe wildeana de que "lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien"-, y aciertan, puesto que les hacen caso; de periodistas que un día cualquiera se encuentran de vuelta al valle después de haber estado empujando el tonel por la colina durante décadas, en busca de... ¿Qué es lo que buscan los periodistas?

Nadie está a salvo: es el ninguneo, un invento probablemente español, de eficacia probada gracias a su crueldad y a la segura inmunidad de los jueces, aunque se equivoquen, que hemos exportado con éxito a otros países: entre los muchos ruidos de Madrid, éste, silencioso y letal, es el que define la ciudad y el más clamoroso.

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