Un nuevo modelo de relaciones banca-industria
Las recientes y opuestas declaraciones realizadas desde el Ministerio de Industria y Energía, y desde el de Economía y Hacienda, sobre el papel que debieran jugar los bancos en sus relaciones con el mundo industrial, han tenido la virtud de alentar un debate de hondo calado para el futuro de nuestra economía.Aunque la realidad es más compleja, suele ser comúnmente admitido diferenciar a efectos de la relación banca-industria entre el modelo anglosajón y el germano. En el primero, la existencia de mercados de valores muy desarrollados otorga a éstos el protagonismo a la hora de controlar y financiar empresas, mientras que las relaciones de los bancos con la industria poseen un sesgo marcadamente transaccional y su carácter es consiguientemente fragmentado y efímero.
Por contra, en el modelo germano, cada empresa suele confiar en un banco que actúa como interlocutor privilegiado en la prestación de servicios y la satisfacción de sus necesidades financieras. La estabilidad de estas relaciones, acompañadas en muchas ocasiones por una participación del propio banco en el capital de la empresa, coloca a las entidades de crédito en una posición idónea para ejercer funciones de supervisión y tutela financiera que redundan en beneficio de todo el sistema.
Como es sabido, desde finales del siglo XIX las entidades de credito españolas adoptaron preferentemente la forma de bancos universales y su notable protagonismo industrial sirvió para paliar el mal endémico resultante de la inexistencia de una clase empresarial suficientemente amplia. No parece exagerado afirmar que, en nuestro país, la banca precedió históricamente a la industria. Esta función dinamizadora de la estructura productiva volvió a ponerse de manifiesto durante el desarrollo económico de los años sesenta.
El entramado de participaciones entre la banca y la industria resultó ser muy útil para el país, al permitir una simbiosis de intereses sin la cual no hubiera sido posible alcanzar el grado de desarrollo in dustrial que actualmente tiene España, y que ha sido uno de los pilares fundamentales sobre el que asentar el crecimiento económico y la mejora en los niveles de bienestar social.
En los últimos años, esta situación ha variado significativa mente. Los bancos están deshaciéndose de forma acelerada de sus importantes grupos industriales, al tiempo que adoptan con las empresas un enfoque mucho más próximo al vigente en el modelo anglosajón.
Varias son las causas que explican esta nueva tendencia. En' primer lugar, la experiencia de la crisis bancaria de finales de los años setenta y primera mitad de los ochenta, que supuso la definitiva quiebra del equilibrio alcanzado durante la etapa anterior. Para hacerse una idea de la magnitud de esa crisis, baste recordar que afectó a nada menos que 56 de las 110 instituciones bancarias que operaban en España en 1977. Su incidencia fue particularmente intensa en los bancos industriales, paradigma de un tipo de relaciones con las empresas en donde a aquéllos se les asignaba el papel de gestores y promotores directos de estas últimas. Esta circunstancia se tradujo en fuertes presiones sociales que impidieron la puesta en práctica de una adecuada política de desinversiones a la vez que obligaba, a las entidades implicadas, a una continua inyección de fondos sin las más mínimas garantías. de recuperación.
En segundo lugar, la Segunda Directiva de Coordinación Bancaria ha establecido importantes restricciones al desarrollo de las relaciones banca-industria. Concretamente el límite para una sola participación se encuentra establecido en el 15% de los fondos propios del banco, mientras que el conjunto de todas aquellas que se consideren cualificadas, es decir, que superen el 10% de la empresa. adquirida, no podrán exceder el 60% del capital del banco. Para cumplir con dichos requisitos existe un calendario de adaptación que finaliza en el año 2003. En ese momento, las entidades que deseen sobrepasar dichos límites, podrán hacerlo, pero a costa de tener que deducir el exceso de sus fondos propios. En consecuencia, aunque la nueva legislación no impide las participaciones bancarias en el sector no financiero, sí que las autoriza con mayor es salvedades y consumo de fondos, lo que implica un coste de capital superior al de otras alternativas de inversión crediticia.
Por último, la liberalización del sector financiero. El desarrollo de los mercados de monetarios y de capitales y el auge de los inversores institucionales, son factores que han determinado un aumento de la desintermediación bancaria y un mayor poder de negociación por parte de empresas y particulares sobre los tipos de activo y pasivo ofrecidos por los bancos. La lógica consecuencia de este estado de cosas ha sido un aumento de la eficiencia en el proceso de intermediación, pero también un descenso estructural del diferencial financiero . Con el que venían operando los bancos. Éstos han perdido así una gran parte del margen de maniobra que les permitía antaño, ser pacientes cuando los resultados de las empresas de su grupo atravesaban por problemas inherentes a las oscilaciones de los ciclos económicos.
Desde esta perspectiva, lo menos que puede decirse es que las modificaciones sufridas por el modelo de relaciones banca-empresas en nuestro país, no obedece tanto a una decisión autónoma de las entidades crediticias, cuanto a la necesidad de éstas de adaptarse a un nuevo marco de actuación mucho más competitivo.
En esta situación, no sólo los bancos deben hacer frente a un proceso de transformación de su entorno. También las empresas industriales están sufriendo las consecuencias de la apertura al exterior de nuestra economía. Así, a las ya tradicionales carencias de nuestro tejido productivo, en formación interna, volumen de fondos destinados a I+D, ineficiencia de ciertos servicios intermedios, ausencia de grandes multinacionales y reducida dimensión de las empresas, se une el hecho de la incorporación al concierto económico mundial de nuevos países que gozan de unos costes laborales mucho más reducidos que los españoles.
Esa situación plantea ser los interrogantes sobre la viabilidad futura de la actual posición competitiva de nuestra industria. No resulta así extraño el consenso que en estos momentos existe en torno a la necesidad de trasladar nuestro tejido industrial desde un modelo centrado en sectores de demanda débil, que basa su competitividad en costes, hacia otro en el que la generación de valor añadido y la capacidad de diferenciar los productos constituyan sus principales señas de identidad.
El problema es cómo se financia el esfuerzo que supone esa gran reconversión tecnológica y estratégica en un país como el nuestro, en el que la inversión foránea ya ha comenzado a mostrar, sus carencias, y donde los únicos mercados de capitales profundos son los destinados a financiar el elevado déficit público, ya que los inversores institucionales muestran una propensión muy reducida a invertir en títulos que no sean los emitidos por el Tesoro. En esa tesitura, todas las miradas suelen volverse automáticamente hacia las entidades de crédito, y tengo la impresión de que en estos momentos a los bancos se, les está pidiendo más de lo que pueden dar. No parece congruente que, por un lado, todas las reformas se dirijan exclusivamente a orientar la actividad financiera hacia parámetros de competitividad y eficiencia, para después pretender que sus inversiones vengan marcadas por criterios ajenos a los mismos. En las actuales circunstancias, y a diferencia de lo que ha ocurrida en otros momentos de la historia, considero que las entidades de crédito no pueden ni deben adoptar un papel tutelar en una reestructuración del tejido in dustrial que, por fuerza, implicaría riesgos, costes y plazos de maduración sumamente elevados. La experiencia ha demostrado que son demasiados los intereses en juego que dependen de que el sistema financiero permanezca solvente y saneado. Por eso, cuando se afirma genéricamente que todo incremento de la competencia es bueno se olvida que, en banca, un aumento de ésta implica toda una serie de consecuencias que no tienen por qué traducir se, forzosamente, a una paralela mejora del bienestar social.
Los empresarios son quienes, en estos momentos, están llamados a ser los principales protagonistas de cara a ganar la batalla de la competitividad. Esto va a exigirles la adopción de estrategias y formas de organización nuevas y coherentes; lo que sin duda representa un difícil desafío para muchos de los que todavía viven en sectores protegidos por subvenciones, regulaciones u otra clase de artificios.
Esta realidad no significa que la banca deba desarrollar su actividad de espaldas a las necesidades del mundo industrial, pero sí que las nuevas fórmulas de colaboración serán por fuerza diferentes de las que han existido hasta ahora. A este respecto, en algunos bancos hemos considerado que nuestra larga experiencia en el terreno industrial constituía un punto suficientemente sólido sobre el que poder construir con éxito un nuevo tipo de relaciones. Es preciso reconocer, sin embargo, que el mayor nivel de eficiencia, exigido por el actual entorno de actuación, puede desincentivar el establecimiento de vínculos estrechos con el sector no. financiero por parte de aquellas entidades que carecen de una cultura industrial y de unos equipos humanos suficientemente capacitados para ello.
A diferencia de lo que ocurría en el pasado, la implicación de los bancos en la industria ya no podrá llevarse a cabo mediante el establecimiento de mecanismos compulsivos, sino que, por el contrario, ésta deberá ser fruto de una decisión libremente asumida.
La vocación industrial del Banco Bilbao Vizcaya está sobradamente probada y constituye una actividad natural, pero apostando por invertir en empresas con beneficios recurrentes y por sectores con un elevado potencial de desarrollo, especialmente los vinculados a las nuevas tecnologías. Desde un banco comprometido voluntariamente con la industria, adoptamos así una política que consideramos realista y que, sin nostalgias del pasado, pienso que nos permite adaptarnos a la lógica de los tiempos actuales.
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