Un arquitecto del realismo
El cine de Antonioni es uno de los más aclamados y denostados simultáneamente que se recuerdan. Se oyeron en su tiempo (a caballo de los años cincuenta-sesenta) salvas de insultos y de entusiasmos dirigidos a él. Todavía se oyen ecos de aquellas negaciones, pero también, y de manera cada vez más resonante, afirmaciones de lo que representó y representa, porque si entonces Antonioni se embarcó en la aventura del cine realista futuro -es decir: de ahora-, hoy esa aventura está, aunque a algunos no les parezca así, incorporada a la parte silenciosa del oficio de hacer este tipo de películas.La obra de Antonioni ha ejercido una fortísima influencia en buena parte del cine de ambición realista posterior y conlleva una paradójicamente oscura evidencia: su persistencia, aunque no se vea, no sólo es verídica, sino cada día más activa, pues no se proyecta sobre la piel de las películas deudoras de la suyas, sino sobre sus tripas ocultas: los recovecos más intrincados de su elaboración. Y lo que a muchos les parece una tediosa y fría extracción intelectual, de hecho aporta al equipaje del cine de hoy una gramática no mecánica, sino viva: un lenguaje, sin el que no serían posibles muchas películas consideradas ejemplares por quienes menosprecian las del cineasta italiano. Que estas películas no les gusten es tan irrelevante como que a un amante del teatro le aburran Chéjov y Beckett: es tanto como decir que le aburre lo necesario; o que, mientras adora al río Misisipí, ignora el Misuri, que alimenta la mitad de su caudal.
Su formalización con la cámara de las oquedades del espacio aporta elementos de construcción válidos para todo el cine posterior. Antonioni es arquitecto y sigue siéndolo -incluso más- cuando filma, de modo que sus enrevesadísimos juegos de exterior-interior y tiempo activo-tiempo pasivo están diluidos y forman parte -como de otra manera ocurre con Rossellini: ambos son parte de la invisible tibia que crea la visibilidad de la pierna- del lado inexplícito de la obra de cualquier director (y no hay muchos que osen hacerlo) que emprende de manera solvente una incursión en el realismo.
Y no hace falta que ese realizador sea consciente de que hace tal o cual otro juego de encuadres porque Antonioni los inventó, sino que los ejecuta sin referencia a su origen: son parte heredada de la lógica de su trabajo, a la manera, como dijo Budd Boetticher, que los directores que después de 1940 hacían westerns no necesitaban conocer La diligencia para realizarlos tal como esta película prefijó la manera de hacer los que la siguieron.
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