Perspectivas de la cumbre social
A pesar de la enorme importancia que los problemas de la pobreza tienen para la humanidad, la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social que se celebra esta semana en Copenhague, representa la primera ocasión, en los 50 años de vida de la ONU en que los jefes de Estado y de Gobierno se reúnen para abordarlos en forma sistemática. En esta ocasión se realizan también una serie de eventos paralelos que reúnen a sectores de la sociedad civil o de otros Poderes públicos: empresarios, líderes sindicales, Organizaciones no Gubernamentales (ONG), personalidades religiosas, académicos, parlamentarios y alcaldes. Cada uno de ellos busca elaborar un programa de trabajo destinado a reforzar el impacto del plan de acción que debe aprobar la Cumbre Social, a la que asistirán más de 100 jefes de Estado y de Gobierno y en la que participan unas 2.500 ONG.Para entender apropiadamente las potencialidades que desde el punto de vista de los Estados presenta esta Cumbre Social es necesario situarla en un contexto histórico. La primera mitad de los años noventa ha sido un tiempo de reordenamiento del sistema internacional. Los dramáticos y sorprendentes acontecimientos de 1989 pusieron término a toda una era del orden global. Concluyó la guerra fría, llegó a su fin el bipolarismo y la política de bloques, y desapareció la amenaza de un conflicto nuclear entre las dos superpotencias que por más de cuarenta años dominaron el mundo. Junto con ello, maduró la tercera revolución científico-técnica y se extinguió el tipo de confrontación ideológica que antagonizó a EE UU y la URSS.
En este tiempo de transición y búsquedas, los diversos gobiernos han concentrado sus esfuerzos en temas más bien puntuales y urgentes que han tratado al más alto nivel. Ello explica la multiplicación de reuniones-cumbre que hemos visto en los últimos años. En 1990, se efectuó la Cumbre de la Infancia, en Nueva York; en 1992, la Cumbre de la Tierra, en Río de Janeiro, para examinar la agenda del medio ambiente; en 1993, la de Derechos Humanos en Viena y en 1994, la polémica Conferencia sobre Población y Desarrollo en El Cairo. Y luego del encuentro de Copenhague habrá una nueva cumbre mundial de la mujer en Pekín, en septiembre próximo.
A la luz de estas experiencias debernos examinar las perspectivas de esta Cumbre de Desarrollo Social. La agenda misma de la reunión se ha estructurado en tomo a tres asuntos centrales: la pobreza, el desempleo y los riesgos de la desintegración social que son efectivamente cuestiones de la mayor importancia para los países desarrollados y para las naciones en desarrollo. Desde el inicio de los trabajos se ha subrayado también que el encuentro de los jefes de Estado y de Gobierno, en la capital de Dinamarca, si bien constituye un momento muy importante en la decisión sobre estos temas, es sólo el inicio de un proceso que debe proyectarse en el tiempo a través de las medidas concretas de su plan de acción.
Las cambiantes percepciones que acompañan a la nueva situación internacional han sido otro elemento favorable en la validación de la Cumbre Social. Hace 30 años, los problemas de la pobreza sólo se asociaban con las dificultades de los países en desarrollo, en contraste con la imagen de opulencia que acompañaba a las naciones industrializadas, luego de la implantación de las amplias redes de cobertura social, características del Estado de bienestar en los 25 años de prosperidad que siguieron a la II Guerra Mundial. Pero desde fines de los anos setenta, la declinación del Welfare State y el auge alcanzado por las visiones neoconservadoras en Estados Unidos y Reino Unido desdibujaron las políticas sociales y redujeron los fondos destinados a apoyar a los grupos de menores ingresos. Esto se hizo sentir rápidamente, en la aparición de fenómenos nuevos como los homeless (sin hogar) que han pasado a ser parte del paisaje de las. grandes ciudades norteamericanas y que, gráficamente, dan cuenta que la pobreza, incluso agresiva, está de vuelta en los países ricos que la habían dado por superada hace algunas décadas. Si a eso le agregamos el ensanchamiento de la brecha entre el crecimiento y el atraso, que ha deteriorado dramáticamente la posición de los países africanos, las dificultades de grandes naciones asiáticas como la India, Pakistán y Bangladesh y el carácter de década perdido que tuvieron los años ochenta para América Latina, se entiende bien por qué los esfuerzos para superar la pobreza y el desempleo tienen un lugar tan alto en la lista de los problemas urgentes a escala mundial. Como ha señalado el diplomático chileno Juan Somavía, los riesgos de la bomba nuclear del periodo de la guerra fría han sido reemplazados en el decenio actual por los de una 'bomba social' que puede estallar en muchos lugares del mundo si no se toman oportunamente las medidas apropiadas. En particular, hay que subrayar que los problemas de la pobreza, el desempleo y la desintegración social son también asuntos muy importantes en la agenda política actual de América Latina. También esta región ha visto crecer en forma inquietante la pobreza en los años recientes. De acuerdo a las informaciones de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), el número de pobres en el área pasó de 130 millones en 1980 a 190 millones en 1990. En semejante resultado tuvo una enorme influencia las drásticas políticas de ajuste que la mayoría de los gobiernos aplicaron luego de la gran recesión de 1982-83, que llevaron a una considerable disminución del gasto público que afectó al financiamiento de los programas sociales.
El impacto político de esta situación no deja de ser singular. Hasta la década de los ochenta, los casos más serios de inestabilidad y conflictos sociales se habían producido en los países con mayores niveles de pobreza o con prolongadas situaciones de estancamiento. La novedad de los estallidos sociales del último quinquenio reside, en cambio, en que ellos se han producido en países que tenían gobiernos con buenos registros en materia de modernización y equilibrios macroeconómicos, óptima imagen frente a los organismos financieros internacionales y una amplia acogida en sus comunidades empresariales. En este campo, el modelo precursor fue el caracazo de comienzos de 1989, que desplomó en los inicios de su mandato la segunda gestión del presidente Carlos Andrés Pérez, una de las personalidades más influyentes de la historia contemporánea de Venezuela. Y luego ha tenido sus manifestaciones en Argentina con los sucesos de Santiago del Estero en la segunda mitad de 1993 y en México con la insurrección de las comunidades indígenas a, en Chiapas, justamente el 1 de enero de 1994, día en que entraba en vigencia el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte, en el que estaba llamado a constituirse en un glorioso año final para el presidente Carlos Salinas.
¿Cuál es la enseñanza profunda de estos tres episodios? Que en la América Latina de los años noventa los estallidos sociales ya no se producen en los países más pobres sino en los que acumulan mayores desigualdades -territoriales o sociales- en un contexto económico de aparente reactivación. El síndrome de la instalación de dos países distintos en un mismo territorio -uno próspero y otro pobre-, que caracterizó la implementación de las políticas de inspiración neoliberal, se ha acentuado con la bonanza económica reciente hasta convertirse en un factor peligroso para la gobernabilidad interna. Por lo mismo, el enfrentamiento de las situaciones de pobreza que centra la cumbre de Copenhague tiene especial importancia para los países latinoamericanos y para el futuro de la región en su conjunto.
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