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Reportaje:

El 'pozo negro' de los 54 españoles presos en Venezuela

En la cárcel de Catia, en Caracas, pestilencia traspasa los muros y se extiende por las calles vecinas

Cincuenta y cuatro españoles viven encerrados en cárceles venezolanas. El 90% cumple condena por tráfico de drogas. La media de estancia en la prisión en estos casos es de 10 años, salvo que se disponga de dinero: "Aquí, con plata, se puede salir rápido. Mi abogada me ha dicho que una vez tenga dos millones de pesetas salgo a la calle. Tengo una parte y sólo me falta reunir lo que me deben en Panamá y en España". Lo cuenta Francisco Sánchez Fructuoso, uno de los 54 españoles encarcelados. Está en la prisión de Catia.Sánchez Fructuoso tiene 40 años, está casado y tiene tres hijos, de 16 y 14 años y 7 meses. Toda su familia vive en España, desde donde intenta enviarle algo para su supervivencia. Él afirma que trabajaba en la construcción: unas veces de albañil, otras como pintor. Y, cuenta, llegó el paro. Tras un año y medio sin trabajo "me metí en esto". Esto es el tráfico de drogas. Le pillaron con cuatro kilos de cocaína en el aeropuerto de Maiquetía. Ahora vive en una celda de ocho por cinco metros, que comparte con otros 53 presos. No ven el sol, no pueden andar, duermen en el suelo. Sólo salen para ir al comedor, en otro pabellón, el llamado "de máxima seguridad". La pasada semana hubo en él 20 heridos en un conato de motín.

Los motines no son infrecuentes en Catia, una prisión construida para albergar 700 prisioneros donde hoy se hacinan un total de 2.500 reclusos. El último, sin embargo, fue abortado por la policía. Un registro permitió a los agentes encontrar 20 cócteles molótov, bombas rudimentarias, 300 chuzos (puñales y cuchillos hechos por los presos), varios revólveres, 200 dosis de droga. Los prisioneros proyectaban la conmemoración del. caracazo, cuando los marginados de los cerros bajaron a saquear Caracas, el 27 de febrero de 1989.

Catia es una prisión que se huele. La pestilencia traspasa los muros y se extiende por las calles adyacentes. Es un olor fétido que impregna la ropa y dura rato y rato. Es un penal en el que los gusanos conviven en armonía con los presos. Cuando la procesión de bichos pasa por el pasillo en una larga hilera, los reclusos se apartan y les ceden el paso.

Rafael Santana, 47 años, nacido en Tenerife y afincado en Venezuela desde hace 20 años, afirma que se le revuelven cada día las tripas. Y eso que, según como se mire, tiene suerte: es el encargado de repartir la comida de la cantina, donde duerme sin tener que compartir una celda con medio centenar de personas. Con todo, la situación tiene sus peligros, según explica: "Yo siempre llevo dinero y me pueden atracar cuando subo o bajo por los pabellones vendiendo la comida en las cantinas o a los presos". Su esperanza es "ser serio en el trabajo", lo que evita tentaciones. Santana confía en salir de la cárcel dentro de un mes, cuando se vea su caso, una presunta falsificación de documentos que él rechaza. De momento lleva 20 meses de prisión, en espera de sentencia.

Catia es una de las prisiones más peligrosas y también más incómodas. Los presos experimentados dicen preferir la de Santa Ana, en Tachera. De ella se fugaron la pasada semana 38 internos, tras excavar un túnel de 70 metros. Entre los evadidos no estaba ninguno de los 14 españoles que cumplen condena en esta cárcel.

El motín abortado la pasada semana en Catia no tenía que ser aislado, afirman las autoridades responsables del orden carcelario, sino que debía extenderse a otros presidios del país. Lo cierto es que en los días inmediatamente anteriores al de la conmemoración abortada se produjeron incidentes y riñas mortales en varias prisiones venezolanas, empezando por Catia, donde se registraron nueve asesinatos y 20 heridos. En el Rodeo de Guataere hubo un muerto. En La Pica de Monagas fueron dos los presos que fallecieron en sendas peleas. En el penal de Santa Ana no murió nadie: los presos se contentaron con celebrar la fuga de sus 38 compañeros.

Cuando los presos carecen de recursos, el consulado les ayuda con una escueta pensión mensual, además de darles asesoramiento legal. Es el caso de Sánchez Fructuoso -"no me alcanza", dice- por lo que su familia procura ayudarle desde la lejana Cartagena, a la que piensa volver en cuanto salga de la cárcel La última vez que pudo hablar con ellos fue cuando se produjo el juicio: "Hablé con ellos por teléfono desde los tribunales". Santana, en cambio, no lo necesita. Su destino en la cantina le reporta lo suficiente. Además, su familia está en Caracas, lo que también le facilita las cosas. Ni uno ni otro pierden la esperanza.

Confían en la pronta libertad como método de supervivencia frente al tiempo y frente a los peligros inherentes a estas cárceles: motines, revueltas, reyertas e incendios.

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