Negociación sin fuste
Cada dos años o así los estrategas del PNV descubren que hay que negociar con ETA (o con Herri Batasuna), y cada vez, tras una nueva y de nuevo frustrante experiencia, aseguran que nunca más volverán a sentarse con semejantes interlocutores. Es demasiada insistencia como para no pensar en algún motivo de fondo que explique esa esquizofrenia. Una hipótesis a considerar sería que si bien el nacionalismo democrático desea sinceramente la desaparición de ETA, no quiere que ETA sea derrotada. Sobre todo, porque teme que esa derrota sea interpretada como un fracaso del nacionalismo en su conjunto.Sin embargo, es difícil imaginar alguna forma de acabar con la violencia que no implique la derrota de ETA. Desaparecerá cuando quienes la practican se convenzan de, que seguir haciéndolo es inútil, cuando no contraproducente, para alcanzar sus objetivos. Es decir, cuando se haga evidente su fracaso como colectivo que aspira a imponer por la fuerza aquello que no es capaz de conseguir mediante el pacífico convencimiento de los ciudadanos. Pero es improbable que los jefes de ETA lleguen a esa conclusión si cada dos años se les ofrecen negociaciones en las- que, como ahora, se comienza por conceder que la solución puede estar en el reconocimiento de la autodeterminación.
Negociación y autodeterminación son dos palabras que suenan bien y cuya aceptación es considerada por mucha gente -por ejemplo, el obispo Setién- una exigencia ética insoslayable. Sin embargo, se trata de conceptos tan discutibles como cualquier otro. La negociación que pretende ETA es todo menos ética. En sustancia consiste en que la mayoría acepte aquello que la minoría pretende por el hecho de que lo pretende por la fuerza. Por ejemplo, la integración de Navarra en Euskadi, al margen de la opinión reiteradamente expresada por los navarros. Ello no sería un camino de paz sino una invitación a nuevas violencias.
La autodeterminación no es propiamente un derecho, sino un principio o más bien una aspiración política. Su estatuto teórico es menos indiscutible de lo que suponen el obispo de San Sebastián y tantos otros nacionalistas; sobre todo, desde que se comprobaron, entre la primera y la segunda guerra, los desastrosos efectos prácticos para las minorías de su imprudente aplicación en varios territorios multiétnicos de Europa central. Su puesta en práctica en el caso del País Vasco resultaría problemática. No sólo sería un obstáculo insalvable para la eventual incorporación democrática de Navarra -principal aspiración nacionalista no satisfecha-, sino que seguramente provocaría el desligamiento de Álava, territorio en el que las fuerzas no nacionalistas recogen el 60% de los votos.
Un nacionalista inteligente tiene argumentos de sobra para defender la superioridad de un proyecto de País Vasco autónomo sobre cualquier aventura autodeterminista. Si el objetivo del nacionalismo es, según la definición de Ernest Gellner, la obtención del grado de "autogobierno necesario para mantener una identidad colectiva", es evidente que la autonomía política actual satisface esa aspiración mas eficazmente que la hipotética existencia de un Estado vasco reducido a la provincia de Guipúzcoa -menos San Sebastián- y parte de la de Vizcaya.
Si pese a ello el PNV no renuncia del todo a invocar -algunos domingos lluviosos- tales hipótesis es porque teme que la derrota de ETA ponga al descubierto la vaciedad de algunos de los nuevos mitos procedentes del mundo radical e incorporados desde hace más de 20 años a su propio discurso: nuestros presos, opresión nacional, amnistía, negociación política, autodeterminación..., son lemas nacidos en tomo a ETA e incorporados al blasón nacionalista como prueba de la singularidad extraordinaria de su causa. Pero esa confusión dificulta la comprensión por parte de los violentos del que debería ser ahora principal mensaje de los demócratas: que no es sólo que sus medios sean odiosos, sino que es el carácter descabellado de sus fines lo que les lleva a pretender imponerlos por la fuerza.
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