¿Será útil la devaluación?
La devaluación de un 7% del tipo de cambio central de la peseta respecto al marco alemán no hace sino oficializar su depreciación a lo largo de todo 1994 y también en las últimas semanas. Por una parte, la persistencia de ese proceso de caída hacía inverosímil la anterior paridad de 79,12 pesetas/marco como punto medio de las fluctuaciones de nuestra moneda, hacia el cual un día podría volver si se calmasen -Dios mediante- las turbulencias. Por otro lado, una conjunción reciente de factores económicos y políticos desfavorables ha puesto a la peseta a punto de salirse de la amplia banda permitida por la disciplina de cambios europea, tras consumir en su defensa una proporción cuantiosa de las reservas del Banco de España. El factor económico determinante ha sido la desinversión en dólares -invertir en marcos y en yenes- llevada a cabo por los operadores de los mercados de divisas, tras anunciar la Reserva Federal de EE UU que no consideraba necesario subir los tipos de interés americanos, con lo cual cabe esperar que el diferencial de intereses con las monedas de Alemania y de Japón tienda a aumentar, al afianzarse la recuperación económica en esos países. El movimiento de capitales hacia las monedas fuertes ha debilitado más a las otras y, especialmente, a la peseta, agobiada por factores políticos que presionan e impresionan a la baja su estimación por inversores y especuladores. Por si la política general y la económica no lo vinieran teniendo ya bastante difícil con la incertidumbre electoral y con la vuelta a sus labores del juez Garzón, la inmejorable opereta indochina de la semana pasada ha debido de acabar de despojarnos ante los ojos de los dealers del disfraz de compañeros de viaje del Bundesbank.La devaluación frente a las monedas europeas era inevitable. ¿La justificaban, además, desequilibrios económicos fundamentales?
Los mercados de divisas se mueven por fuerzas mucho más complejas que los de bienes ordinarios, y las expectativas -vulgo especulaciones- que en ellos intervienen y se autorrealizan no coinciden siempre con lo que parecen indicar las realidades económicas básicas.
Pueden caber dudas respecto a si la balanza comercial o el turismo justificaban la actual depreciación de la peseta -la balanza de bienes y servicios ha estado prácticamente equilibrada en 1994, con un crecimiento de las exportaciones en pesetas del 26% y un récord de ingresos netos por turismo de 17.300 millones de dólares. La devaluación mejorará aún la balanza de bienes y servicios, tanto más si se pueden cumplir los objetivos de inflación: hay que esperar que la devaluación no influya sensiblemente en la tasa de crecimiento de los precios, ya que, como decíamos, no hace sino oficializar la depreciación que ya venía teniendo lugar respecto al marco, sin alterar, en principio, la paridad con el dólar, que influye de modo importante en las importaciones de petróleo.
Pero el problema de la balanza de pagos que ahora parece más acuciante no es el del déficit comercial, sino el del enorme empeoramiento del saldo entre las rentas que pagamos al exterior y las que percibimos de él, que ha pasado de ser negativo por 448.000 millones en 1993 a serlo por más de un billón de pesetas en 1994. Esta duplicación muestra un ritmo absolutamente alarmante y refleja en gran parte el problema principal de la política económica actual: el crecimiento muy rápido de la deuda del sector público español y la necesidad de colocar una gran parte de ella -a diferencia de Italia- entre tenedores extranjeros.
Este problema no se arregla, sino que -por el contrario- empeora si la peseta se deprecia con respecto a las monedas europeas, ya que el coste en pesetas del servicio de la deuda en estas divisas aumenta con ello y, también, si el Banco de España eleva el tipo de interés para contrarrestar las expectativas inflacionistas por el cambio de paridad. Parece que la balanza de pagos empieza a caer en la misma trampa que el déficit público, que se retroalimenta con las cargas financieras que generan los déficit pasados: así, los pagos por intereses de la deuda del Estado han crecido un 28% en 1992, un 20% en 1993 y un 19,5% en 1994.
Por todo ello, hace muy bien el comunicado de la Unión Europea en comprometer al Gobierno español con la reducción del déficit presupuestario. Para que sea útil la devaluación, éste es el camino más adecuado a seguir -abandonado entre 1989 y 1993- para reducir la inflación y mejorar la balanza de pagos, en vez de subir los tipos de interés, que es a lo que se verá abocado el Banco de España si la reducción ulterior del gasto público no se consigue. En mi opinión, el gradualismo en la reducción del déficit de las administraciones públicas, expuesto en el Programa de Convergencia, no es realista y, por muy aprobado que esté por la Comisión y el Instituto Monetario Europeo, no es suficiente para ganar credibilidad ante los mercados de capitales.
El consejo de quienes proponen abandonar el Sistema Monetario Europeo no es muy útil: la amplitud de las bandas de fluctuación que hoy tiene y el hecho de que sean posibles realineaciones como las de 1992, 1993 y la de 6 de marzo pasado, hacen que el mecanismo no impida los ajustes sensatos e inevitables. Pero al mismo tiempo, la pertenencia al Sistema tiene, a mi juicio, un valor importante como declaración de objetivos de rigor económico y del deseo de participar en la construcción económica de las naciones más avanzadas de Europa. Por último, aunque el SME no da un seguro a todo riesgo a los inversores en pesetas, creo que la prima de riesgo que tendríamos nosotros que pagar en el tipo de interés sería mayor si estuviéramos fuera.
Ya, sé que los escépticos respecto a la Unión Monetaria Europea se frotarán las manos -una vez más- con las peripecias de la peseta, como lo hicieron con las de la libra y la lira en 1992: verán. en ello una nueva demostración de que el sistema de tipos de cambio fijos no puede funcionar. Pero la cuestión es mucho más sutil y difícil de dirimir. Ya advirtieron los partidarios de la Unión Monetaria que con la plena libertad de movimientos de capitales, sin convergencia monetaria y sin un Banco Central Europeo, las paridades fijas no podrían mantenerse. Y de ahí que propusieran acelerar el salto final a la última fase de la Unión: la de las paridades fijadas irrevocablemente y, luego, la moneda única.
Aunque, como a Stuart Mill, me repele la variedad de monedas y, como Milton Friedman, creo útil "pegarse" a un banco central europeo con buena credibilidad -y obsérvense las citas de economistas liberales dedicadas a mis colegas thatcherianos y hayekianos-, mi afición a la Unión Monetaria Europes no está más allá de toda duda y no me lleva a preconizar saltos en el vacío. Primero, converger, y luego, pensarlo un rato antes de pasar a los tipos de cambio irrevocablemente fijos.
Miguel Boyer ex ministro de Economía en el primer Gobierno socialista.
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