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El Estado de las naciones

Para no incurrir en el defecto del que me acusan ciertos miembros de la familia, e incluso algunos amigos, de escribir para profesores de Derecho Mercantil, no daré las muchas razones jurídicas que me llevan a pensar que el "debate sobre el estado de la nación" es una institución fuera de lugar en un régimen parlamentario. Resumo alguna de las no jurídicas.Su denominación, e incluso la fecha en la que suele tener lugar (el discurso sobre el estado de la Unión se pronuncia en Estados Unidos en el mes de enero), autoriza cuando menos a sospechar que se trata de una imitación. Lo que es peor aún: de una imitación que se ignora o se disimula, es decir, de una cursilería. Y como es bien sabido, de lo cursi no puede salir jamás nada bueno.

Por eso creo que es nocivo y perturbador incluso como debate de política general. Los debates de este género son útiles, a mi juicio, cuando se celebran en relación con medidas o situaciones concretas, y sobre todo en relación con la ley de presupuestos, que es el reflejo económico real de lo que realmente el Gobierno se propone y cree poder hacer. Desvinculado de situaciones o proyectos concretos, como ceremonia anual obligada que ha de aprovechar, para dotarse de contenido, los temas del momento, el debate sobre el estado de la nación se convierte inevitablemente en una especie de concurso televisivo que gana o pierde quien tiene más garra, o más pegada, o más carisma, es decir, cualquiera de esas cualidades irracionales que dan bien en televisión. El veloz ritmo que su propia naturaleza impone a los medios audiovisuales los hace poco adecuados para la transmisión de razonamientos complejos, una inadecuación que agrava en la televisión el predominio de la imagen. El político, que por definición es siempre un gran simplificador (el juicio me sigue pareciendo acertado, aunque venga de Lenin), tiene que escoger, cuando la emplea, entre simplificar al máximo sus propias ideas a fin de que pasen bien, o perder audiencia, y ante ese dilema es difícil, casi imposible, que no opte por el eslogan. Claro está que estos defectos no son imputables directamente al famoso debate, sino a su retransmisión, pero privado de un fundamento real en decisiones reales, ¿para qué puede servir un debate sobre el estado de la nación no retransmitido corno espectáculo?

En todo caso, no llega mi osadía hasta el extremo de pretender que la ceremonia se su prima o que se la declare inconstitucional. Me atrevo a sugerir únicamente que, para adecuarla a nuestra realidad y para dotarla de sustancia, se cambie su denominación, sustituyéndola por la que utilizo como título, o llamándola, para seguir con la imitación, "debate sobre el estado del Estado de las naciones".

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La propuesta no es, creo, inconstitucional. Es verdad que la Constitución llama nación sólo a la española, y nacionalidades a las demás, pero los nacionalistas de estas últimas, los únicos que tienen el orgullo de sus convicciones, no se cansan de repetir que la suyas respectivas son naciones en el más pleno sentido, y en el discurso oficial no es infrecuente que se hable de España como nación de naciones. Un concepto, por cierto, que fuera de España se tiene alguna dificultad en comprender por la simple razón de que por nación se suele entender en la Europa occidental (como en Estados Unidos) simplemente el pueblo del Estado.

Esta realidad plurinacional es, a la vez, el rasgo más característico del Estado español y su mayor problema. Condiciona todos los demás; es la cuestión más merecedora de debate y consideración y probablemente la más ignorada. Y el lugar más adecuado para debatirla es sin duda el Congreso de los Diputados. No sé si el Senado llegará alguna vez a convertirse en Cámara de representación territorial, ni cuáles serán, si alguna vez llega a serlo, los territorios que en ella alcanzarán representación. De momento, las naciones (que no sé si son entes territoriales o simplemente étnicos; ésta es una de las cuestiones que habría que discutir) están sin duda bien representadas en el Congreso de los Diputados. El sistema de partidos es un elemento tan decisivo por lo menos como el sistema electoral o la composición de las Cámaras para determinar la representación, y creo que fue un acierto de nuestra Constitución no prohibir, como por ejemplo la portuguesa, los partidos que "por su denominación o su programa tengan un carácter o una dimensión regionales". Gracias a ellos tienen presencia en las Cortes los nacionalismos catalán y vasco, que no son, excusado es decirlo, los únicos importantes en esas partes de España, pero sí los que se proponen como finalidad principal, y no sé si única, la defensa y exaltación de lo que, en su opinión, son naciones bien diferenciadas.

Que el reiterado debate es necesario parece cosa evidente, ya que hay por lo menos dos formas distintas de entender la pluralidad nacional. Para unos, entre los que, me cuento, las naciones catalana y vasca son sólo partes de una nación única, la española, cuya lengua es también la suya, de manera que no cabe oponer el nacionalismo españolista al catalán o el vasco. Es esta realidad la que hace aceptable, e incluso plausible, una realidad política en la que, como bien se sabe, es improbable para los partidos de izquierda e imposible para los de derecha alcanzar y mantener el poder en España sin los votos de los nacionalistas catalanes, o vascos, o de ambos. Para otros, por el contrario, estas naciones no forman parte de la española, aunque la historia las haya forzado a convivir con ella en el seno de un mismo Estado, que es, en el mejor de los casos, un mal menor. Es evidente que estos entendimientos distintos de lo que hoy somos lleva a metas diferentes. También que se trata de cuestiones muy delicadas de las que sólo con delicadeza y prudencia se debe hablar. Pero hay que hablar. Alguna vez hay que ocuparse de las cosas importantes, aunque no parezcan urgentes, y alguna vez hay que confiar en que los hombres que nos representan son capaces de discurrir con discreción, y no sólo de expresar con gestos su adhesión al jefe propio o su repulsa a lo ajeno. Es cierto que, se hable o no, lo que haya de ser será, pero lo propio de un pueblo libre es el intento de ser dueño de su futuro. La consoladora certeza de que, poco después de que se haya llegado a una situación ya irreversible, sea la que sea, algún sabio de aquí o, de allá nos explicará (o explicará a quien para entonces pueda escucharlo) por qué era inevitable que habiendo hecho lo que hicimos debíamos llegar adonde llegamos no debería bastarnos.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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