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Estados de excepción

Los argelinos modifican sus costumbres tras tres años de guerra civil larvada y 30.000 muertos

Tres años de guerra civil larvada, otros tantos de estado de excepción, de toque de queda, y más de 30.000 víctimas están forjando una nueva raza de ciudadanos argelinos. Han empezado a modificar sus costumbres, amoldándose a un nuevo ritmo que en este mes sagrado del Ramadán les obliga a recluirse en sus casas a las doce de la noche y a despertarse a las cinco de la madrugada. Pero en la configuración de esta moderna etnia argelina juega, sobre todo, un papel primordial la muerte y el miedo.En medio de las tinieblas, en el círculo más íntimo, han surgido los cazadores furtivos de sonidos. No es una figura poética. Son los insomnes. Salen de correría por la noche, una vez iniciado el toque de queda; sin necesidad de abandonar la soledad de sus apartamentos, han aprendido a reconocer con criterios cuasi científicos el ruido de una ametralladora ligera, el estampido de un obús o el chirrido de un blindado ligero. A esta legión de captadores de sonidos lo que en realidad les sobresalta es el ruido del agua avanzando por las cañerías después de media jornada de restricción y sequía, el lloro de un niño o el estruendo del camión de basuras.

"¿No oyó la noche anterior como dos explosiones de bombas seguido después de una ráfaga de balas de arma automática?" pregunta el coleccionador de sonidos apenas iniciada el alba, mientras con entereza y espíritu de servicio se alinea en la cola del pan. Aprieta entre sus manos, medio dormido, una bolsa vacía de plástico negro.

En estos momentos de angustia, en los que se revive la soledad de la noche, siempre hay alguien, cuatro o cinco puestos más allá, que asiente con la cabeza. Es así como la cola del pan, que serpentea a lo largo de la acera y se adosa al muro, se convierte en un zoco en la que se compran, venden e intercambian todo tipo de sonidos. Los únicos que permanecen en silencio son los consumidores de barbitúricos o los adictos a los ansiolíticos.

No hay estadísticas. Pero se sabe que los compradores de fármacos que inducen al sueño crecen en la misma proporción en la que en Argelia aumentan los muertos o se agudiza la violencia. En los puntos calientes, por ejemplo en los barrios suburbanos o en las ciudades como Blida, a medio centenar de kilómetros de la capital, donde los ruidos nocturnos son mucho más frecuentes, los farmacéuticos expenden este tipo de medicamento sin ninguna receta, facultativa. Es una muestra más de la solidaridad o del miedo. Son las nuevas reglas de una supervivencia cuyo primer capítulo establece que no hay que enemistarse con el desconocido.

"Es un peligro estar en la calle. Mi esposa no sale al exterior desde hace varias semanas. La única excepción es la de ir al mercado. Pero el jueves pasado tuvimos que dejarlo, porque hubo una amenaza de bomba y cundió el pánico. Fue en el mercado de Mesoniers. Ahora compramos en las tiendas del barrio. A mis hijos les tengo prohibido que vayan a ciertos lugares, e incluso que salgan en determinadas horas", explica un padre de familia en un bar en la que sólo se sirven limonadas, agua mineral, cafés, tés y bollitos azucarados.

Pero las explicaciones del padre de familia, lejos de tranquilizar a los vecinos, provocan la angustia y el resquemor. Los interlocutores se preguntan si en realidad el joven que desde hace meses no han visto en la calle se ha ido al maquis o se encuentra detenido, o si verdaderamente está, como pretenden los suyos, recluido en casa, atento al penúltimo nexo que le une con la realidad: el de la parabólica y el sexo que le ofrece el canal 6 de la televisión francesa. Quizá cualquier día el interlocutor se dará cuenta de que todo ha sido una jugarreta de su imaginación y descubrirá al adolescente desaparecido en una esquina, vendiendo cacahuetes tostados y, sobre todo, cigarrillos. Como siempre ha sido.

La capital se está convirtiendo en una inmensa trinchera de cemento y hierro. El paseo está dejando paso al parapeto. La cerca, a la barricada. La cancela, a la puerta blindada. Esto sin olvidar el muro, que cada. vez se hace más esbelto y alto. La alambrada de espinos lo preside todo. Se está configurando así un laberinto de entradas sin salidas que protegen los edificios públicos, impiden la colocación de coches bomba, aseguran la vigilancia de los guardianes, permiten ver sin ser vistos y, en el último de los casos, hacen d7e los apartamentos fortalezas acorazadas. Una puerta que se precie de serlo contará al menos con un pasador y tres cerrojos. Tener la llave de casa se ha convertido en una pesada carga.

Todo eso sucede en un Argel abocado al consumo del mes sagrado del Ramadán, mientras se prepara para la recta final, la de la gran fiesta del Ait. Este año, en los comercios y en las tiendas de alimentación se puede encontrar casi todo gracias a las medidas de liberalización decretadas por el Gobierno, que han permitido la importación de los más variados productos. Hay donde escoger. Incluidos plátanos, kiwis, piñas y miel de España.

"En las tiendas no falta nada. Pero nos angustian los precios. Todo se ha multiplicado por mucho. Un kilo de carne, 290 dinares. Las naranjas, a 60 o incluso a 70 dinares. Las manzanas, a 250. Todo ello con un salario medio de 4.500 dinares. Esto es prohibitivo para nosotros", afirman los vecinos, a quienes lo único que les preocupa es conseguir un cargamento de barras de pan o una bombona de gas butano en el mercado negro, donde la encuentran seguro, aunque pagando cuatro veces el precio oficial.

Los contrabandistas, aquí bautizados con el sobrenombre de trabendistas, se cuidan del resto. Abastecedores oficiosos de un libre mercado incipiente, se aprovisionan desde hace pocos meses en Trípoli o en Estambul. La nueva geopolítica les impide conseguir un visado para Marruecos, y mucho menos para Europa.

"Cada día recibimos una media de 300 a 400 cartas pidiéndonos visados para ir a España. En algunas ocasiones hemos recibido hasta 600 demandas. Lo máximo que llegamos a dar son 45 permisos diarios. En excepciones hemos otorgado 75", asegura Jorge Romeu, responsable del Consulado de España en Orán. Es la última representación diplomática comunitaria que permanece aun abierta en el oeste de Argelia, tras el cierre de la delegación francesa. Antes cerraron sus puertas los consulados de Italia y, mucho antes, el de EE UU.

Lo único que no se cierra en este país son las discotecas y los hoteles de lujo. Son los últimos refugios de una oligarquía constituida básicamente por funcionarios medios. Viven en establecimientos de cinco estrellas, de sábado a jueves, con todos los gastos pagados a cargo del presupuesto del Estado. En los comedores se codean con los últimos extranjeros. Pero se diferencian de ellos porque en este mes sagrado del Ramadán prefieren la coca-cola o la limonada al vino. Aquí sobreviven protegidos.

En las discotecas del hotel Saint George, del Sofitel, del Trangulo o la de Rais Hamidu, en Argel, bailarán una vez a la semana y hasta bien entrada la madrugada la música rai, como lo hacen también los noctámbulos de Orán, a pesar de que Cheb Ghalem, un virtuoso desconocido, vocalista e instrumentista de la derbuka -una especie de tambor o timbal-, haya decidido arrojar la toalla. Tras 15 años de cantar en los cafetines de Arzew o de Benisaf, asegura ahora que tiene miedo. Prefiere un empleo de mozo de almacen a un tiro de un islamista. A sus 32 años, casado y con dos hijos, tiene miedo a la muerte. Se ha convertido también en un cazador furtivo de sonidos. Es otro insomne.

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