El intelectual como inversor
Conviene ante todo especificar qué es un intelectual. Parece evidente que con esta figura no nos referimos a las personas cualificadas intelectualmente en general, y que semejante cualificación es cuando menos discutible en el caso de algunas de las personas que aparecen como tales en los medios. La figura, hoy, parece referirse a quienes, moviéndose en el mundo de la cultura en su sentido más amplio, poseen y cultivan una cierta influencia en la opinión pública.La cuestión del compromiso de los intelectuales se podría ver, desde esta perspectiva, como un problema que no atañe sólo a las personas de un cierto peso cultural e intelectual, sino más en general a quienes tienen por sí mismos, y no por su actividad política, capacidad de formar opinión, para que sus opiniones particulares tengan una repercusión en los medios y, a través de ellos, en la opinión de otras personas. En este sentido más amplio, la cuestión del compromiso político de los intelectuales no sería distinta a la del compromiso político de las grandes figuras del deporte o del toreo.
Sucede, sin embargo, que, nadie se interroga sobre la relación entre los grandes deportistas y la política, o entre los toreros famosos y la política. Puede que una de las razones sea la renuencia de los deportistas y toreros a tratar de influir en la opinión pública, al menos en lo referente a la política, pero seguramente no es la única. Para ser reconocido como intelectual es, preciso tener credibilidad y no sólo Popularidad, y una credibilidad muy específica que parece ir ligada al mundo de la cultura, del arte, de la ciencia. Intelectual es quien se dedica a la búsqueda de la verdad, y por ello puede: ser creído cuando toma posiciones sociales: pues no cabe pensar que lo haga por interés propio, sino en función de esa opción moral por la verdad
Ahora bien, no es seguro que el afán por el conocimiento artístico o cultural, y ni siquiera por el conocimiento científico, garantice la superior racionalidad de la opinión propia: con cierta frecuencia ni siquiera garantiza un mínimo sentido común. Y, lo que puede ser más grave, no es evidente que los profesionales de la verdad estén libres de toda tentación. Hay filósofos morales capaces de grandes cochinadas en un concurso de cátedra, como hay creadores de vanguardia, ardientemente contrarios a la cultura oficial, capaces de remover cielo y tierra por lograr una subvención o un premio.
La popularidad puede ser, en este sentido, tan corruptora al menos como el poder o el dinero. Y puede deslumbrar especialmente a quienes por su profesión no están acostumbrados a ella: en este sentido, un actor que adquiere dimensión pública por su toma de posición política está más vacunado que el pensador o el probo Funcionario del Estado. Al fin y al cabo, el actor ya sabe lo que es la popularidad, ser reconocido por la calle, aparecer en los medios. En cambio, ha adquirido reconocimiento social por su ejercicio profesional, en campos inicialmente alejados de la atención pública, el brusco protagonismo alcanzado al tomar partido puede crear adicción.
Convencido de que su popularidad es el reconocimiento social de un, mérito propio, para el intelectual puede ser duro aceptar el ejercicio de la política como proyecto colectivo. Y no es extraño: el político tiene que aprender a sufrir rocesos electorales y críticas muy destructivas, que el intelectual no tiene por qué soportar si ha consolidado una posición en su propio ámbito. Podríamos decir, en estos tiempos marcados por el protagonismo del mercado, que cuando intelectual entra en política experimenta un súbito sentimiento de reconocimiento que vive como un capital social que pasa a formar parte de su patrimonio. Y desde ese momento, toda crítica, a él mismo o a la opción por la que ha tomado partido, aparece como una amenaza de perder ese capital, ante la que puede tener fácilmente la tentación, como algunos empresarios, de llevarse su capital a casa o a otra parte: de desinvertir.
Ése es el problema de los intelectuales ante la política: que es más fácil aconsejar a los demás sobre sus inversiones que comprometer el propio capital, especialmente cuando el mercado es impredecible. Sin embargo, hay momentos en que un intelectual honesto no puede dejar de tomar partido: ante una dictadura, o cuando está en juego un gran proyecto colectivo.
Pero,si se quiere hacer algo más que firmar manifiestos (o si se quieren firmar responsablemente, para evitar lo que podríamos llamar el síndrome de Sartre), la toma de partido no puede ser vivida como una aventura personal, como un juego de Bolsa, sino como una inversión que es preciso mantener también cuando las cosas van mal. Sobre todo, pensando en esos pequeños accionistas, los ciudadanos de a pie, que pueden perder sus ahorros por una acumulación de egoísmos patrimoniales.
es secretario de Formación de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE y presidente de la Fundación Pablo Iglesias.
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