El país de Walesa
En Polonia coexisten peligrosamente una economía en despegue y un escenario político sin dirección clara
Se necesitan tres años de sueldo privilegiado para comprar un Ford Mondeo nuevo en Polonia. Por eso un rosario de trailers con coches accidentados de media Europa atraviesa regularmente la carretera principal entre Alemania y Rusia, que bordea Varsovia. Los automóviles, algunos medio destrozados, son reparados y vendidos en un floreciente mercado interior, o bien llevados a Rusia, donde la demanda es voraz. Una mafia muy profesional se encarga de engordar desde Polonia, a un ritmo de 13.000 coches anuales robados, el cupo de las crecientes necesidades rusas de locomoción. El pasatiempo nacional es la instalación en los coches de todo tipo de mecanismos disuasorios. Las alarmas suenan día y noche.A pesar de que los precios de los coches sean españoles en un país donde el salario medio ronda las 30.000 pesetas mensuales, la economía polaca es una estrella fulgurante en el mustio firmamento de los países del Este de Europa. Con un crecimiento del 5% en 1994 y otro tanto previsto para este año por los vaticinios más solventes, Polonia se destaca en la región por el vigor y la fe con que su gente ha acometido el tránsito al capitalismo. La inflación es todavía del 30% y el paro ronda el 17%, pero la expansión de la actividad privada es imparable y el país bate sus marcas exportadoras.
"Afortunadamente, hemos sido mejor preparados para lo economico que para lo político", dice en su despacho Urszula Plowiec, catedrática y secretaria de la Sociedad Económica de Polonia, quien agrega: "Tenemos una clase política muy atrasada en relación con la economía, hay que cambiarla desde la cúpula". Lo que sucede estos días en Polonia, dice, "lo vemos a veces desde aquí como una especie de carnaval". La señora Plowiec alude a las discrepancias frontales entre el Parlamento y el presidente Lech Walesa, que en año de elecciones presidenciales y en su intento de ganar cuota de poder amenaza con desestabilizar las instituciones democráticas. Tras el derribo por Walesa del Gabinete de Waldemar Pawlak, está pendiente la formación por Jozef Oleksy de un nuevo Gobierno de la frágil coalición ex comunista que ganó las elecciones legislativas de 1993.
Coste alto, pero inevitable
Desde la atalaya de sus más de sesenta años, Urszula Plowiec -zumo de zarzamoras sobre su mesa- enfatiza que los costes sociales del cambio al capitalismo son muy altos, pero el viaje es absolutamente imprescindible.
Todo va a ser más fácil para Polonia, en su opinión, porque la relación salarial con la vecina Alemania es casi de 1 a 20, y los. empresarios germanos empiezan a desplazar sus industrias a unos pocos centenares de kilómetros al Este para producir por una fracción de los costes en su país. Polonia, que vivía de los mercados comunistas hace sólo seis años, ha reconvertido, además a toda máquina, su comercio exterior, que se desarrolla ya en un 70% con los 15 países de la Unión Europea. "Esto es un hecho irreversible, y, gobierne quien gobierne, habrá de pasar por el aro", añade confiada.
Como en todos los demás países europeos en la órbita de Moscú, los perdedores del tránsito son los viejos, muchos millones, sin dinero ni ganas para adaptarse a lo que viene. "El cambio sólo ha traído inquietud a mi vida", asegura Janina Michalowska, ex ingeniera química de 77 años y privilegiada con sus más de 30.000 pesetas mensuales de pensión. En su coqueto y ajado piso de Varsovia sentencia, ella, que no ha pertenecido a partido alguno, que no ha merecido la pena. "Hay miedo al futuro, y al presente. No me atrevo a salir a la calle... La gente antes sonreía más, estaba más alegre. Y el dinero beneficia a muy pocos".
Para la vivaz Michalowska, "los Mejores años fueron los setenta, cuando Gierek hizo circular el dinero". No añora en sí mismo el sistema desplomado: "Creo que estuvo bien que cayera el comunismo, pero quienes condujeron a su derrumbe no supieron aprovechar la situación. Este es el final de nuestras vidas y queremos que sea un final digno. La falta de dinero para hospitales y atenciones hace que muchas personas mayores acaben esta vida con poca dignidad". En Polonia, los jubilados son el rostro de las disfunciones del sistema, un papel similar al que cumplen en Occidente quienes carecen de techo.
"Polonia va a tener que elegir inmediatamente entre los abuelos o sus nietos", explica suavemente la catedrática Plowiec al referirse al fardo insostenible del sistema de pensiones y a la actitud de los sindicatos, que han pasado en cinco años de una euforia procapitalista a actitudes de igualitarismo social contrarias a las reglas de la economía de mercado. Esta "paradoja trágica", como la califica, es menos importante que la estructura ocupacional, en la que 13 millones de empleados tienen que subvenir a las necesidades de tres millones de parados y siete millones más de pensionistas y jubilados. "El Gobierno actualiza las pensiones con referencia a los salarios, que en los últimos años crecen mucho más aprisa que los precios. Si no se cambia ya para adecuar las pensiones a la inflación real, la catástrofe es inevitable. Nadie parece dispuesto a pagar el precio político de hacerlo".
Entre el 40% y el 50% de los polacos son pobres, según los baremos internacionales que se manejen. Sin embargo, los estudiosos están de acuerdo en que no hay riesgo de conflicto social. Entre otros factores, porque una parte muy importante de la población -hasta el 28% de la que trabaja, el porcentaje más alto de Europa- se ocupa en labores agrícolas, donde la subsistencia digna está garantizada.
El gran reto de la sociedad, dice el sociólogo Henryk Domanski, de la Academia Polaca de Ciencias, es "pensar en el futuro, una nueva categoría para los polacos". Los polacos en su conjunto parecen firmemente anclados en el pasado, y la disputa que enfrenta a su clase política -por lo demás, ampliamente ignorada por los ciudadanos si no fuera por el calor a veces artificial de los medios de comunicación- tiene más que ver con lo que unos u otros hicieron hace 10 o 20 años que con lo que habría que hacer para salir adelante. La gente en su conjunto parece mal equipada para mirar al futuro, y además tiene poco interés en ello. Preguntado hace poco el primer ministro, Pawlak, no fue capaz de nombrar a nadie, persona u organización, que se ocupe en Polonia, casi 40 millones de habitantes, de pensar con 15 o 20 años de anticipación. La inercia cobra su precio en una zona donde la mayoría tenía claro su papel casi desde la cuna a la tumba.
El presidente Lech Walesa ejemplifica con su comportamiento político este claroscuro entre lo ido y lo nuevo. Conocedor como nadie, dicen, de los resortes emocionales de sus conciudadanos, para conseguir sus fines -la permanencia en un poder constitucionalmente mal definido-, apela tan pronto a la modernidad y a la necesidad de cambios como a la permanencia de retóricos e insostenibles miedos o a la invocación religiosa.
El antiguo líder de Solidaridad, que afronta este año la prueba de fuego de las elecciones presidenciales desde una estima muy en baja, según los sondeos, es él mismo un monumento a la excepcionalidad en la Europa a la que Polonia aspira. Su máximo consejero político, Mieczyslaw Wachowski, es su ex chófer, y su asesor legal y arquitecto hasta la semana pasada, en que dimitió, de la batalla en curso contra el Parlamento, es un abogado, Lech Falandysz, cuya incomprensible jerga jurídica, marxista a lo Groucho, ha conseguido acuñar entre los polacos el término falandyszación. Al padre Cybula, también del círculo íntimo del jefe del Estado, la propia jerarquía católica polaca le ha tenido que pedir que se deje ver menos junto al devoto Walesa.
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