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El "hecho diferencial" en la penumbra

Conviene distinguir dos conceptos de nación: el primero designa al conjunto de la población en cuanto detenta la soberanía, concepto que proviene de la Revolución Francesa -vive la nation- y tiene la virtud de convertir a los súbditos de la monarquía absoluta -el Estado soy yo- en ciudadanos: la soberanía reposa en la nación. El segundo, creación original del romanticismo alemán, pone en el punto de mira la identidad, única e inconfundible, de cada "pueblo", en virtud de poseer o no, una misma lengua, cultura y tradición. No están contados ni definidos los elementos que se requieren para constituir una nación, ni queda claro, si cabe considerar alguno, que de no existir, no cabría ya hablar de nación: hay naciones con o sin lengua propia, con o sin Estado. La primera acepción es diáfana y puede trasladarse, sin mayor dificultad, al plano jurídico; en la segunda es más difícil delimitar su contenido -los elementos que constituyen la identidad irrepetible de cada pueblo o nación- y ya casi imposible instrumentar jurídicamente tamaña vaguedad conceptual.El "hecho diferencial" es una noción que se desprende de la segunda acepción romántica de nación y se apoya sobre la idea, tan fascinante como ardua de captar, de identidad. Cada pueblo o nación tendría algo propio y peculiar que habría que diferenciar de cualquier otro pueblo o nación, así como se da por descontado que cada persona es única e irrepetible. Resulta así bastante engorroso, por no decir inalcanzable, expresar clara y concisamente en qué consiste el "hecho diferencial" de la nación catalana, vasca o francesa.

Claro que, cuando la nación ha levantado ya un Estado, como es el caso de Francia, -para, el mito nacionalista la nación precede al Estado, aunque, en realidad, la aparición de los Estados modernos es lo que hizo factible que surgiera la idea moderna de nación- poco importa el que se averigüe o no en qué consiste el "hecho diferencial", se da por supuesto y basta. En cambio, en las naciones sin Estado, que aspiran a erigir todavía uno, o que en una Europa que busca integrarse lo consideran ya obsoleto, el "hecho diferencial" es una categoría a la que hay que recurrir cada vez que sea menester apuntalar la idea de nación.

El concepto político que irrumpe con la modernidad renacentista es el de Estado, del que se desprende, dos siglos más tarde, el de nación. El nacionalismo residual que padecemos en España pretende, por la vía violenta o la pacífica, fundar un Estado para cada nación peninsular. Se trata de un proyecto decimonónico por completo desfasado, pero, por lo menos, tan claro como consecuente. En cambio, el nacionalismo moderado catalán y vasco, más realistas y sofisticados, se hacen cargo de que en una Europa a la búsqueda de su integración no es lo más oportuno fragmentar aún más el mapa político y perciben que la idea heredada de Estado nacional no encaja ya en los requisitos institucionales de la Europa que estamos construyendo.

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Lo que uno no entiende es que se percaten de lo rancio del concepto de Estado y, sin embargo, se hagan fuertes en el de nación, al fin y al cabo una protuberancia tardía del concepto de Estado. Entiéndaseme bien, una idea cultural de nación mantiene plenamente su vigencia; lo que se lleva la corriente de la historia es, junto con la idea tradicional de Estado soberano, una de nación que subraye, en primer lugar, sus implicaciones políticas y jurídico-constitucionales.

Y en éstas estamos. No somos capaces de cerrar el proceso de institucionalización del Estado de las Autonomías en algo muy parecido a un Estado federal, porque nos damos de bruces con el "hecho diferencial" catalán. Aquí yace el embrollo maligno de semejante idea. En principio, recalca tan sólo la identidad irrepetible de cada pueblo: los catalanes, los vascos, los franceses son cada cual distintos, sin prejuzgar si son mejores o peores que los vecinos. De hecho, todo individuo que se identifique con su nación tiende a considerarla mejor que el entorno; por su propia mitología el nacionalismo se desliza hacia columbrar a su país como el summum. Esta idea se suele expresar de forma negativa: somos diferentes (mejores), luego hemos de ser tratados de manera diferente (es decir, mejor que los otros, porque un tratamiento igual se estimaría pura discrimínación). Desde la perspectiva propia del "hecho diferencial", cualquier institucionalización más o menos federal -y es la única operativa de que disponemos- se percibe como discriminatoria.

No deja de sorprender que el nacionalismo catalán que, por un lado, subraya el "hecho difÍerencial", como algo irrenunciable y constitutivo se indigne, por otro, cuando una buena parte del resto de los españoles sacan de esta pretensión las inferencias correspondientes, falsas o acertadas. Al afirmar que "Cataluña es diferente", y no sólo en un sentido cultural y social -lo que es obvio, como "distintos" lo son cada uno de los otros pueblos de España, incluso el poseer una lengua propia no es exclusivo (le Cataluña- sino en un sentido político y jurídico, lo que ya conlleva reclamar el ser tratada de manera diferente que los demás pueblos de España. La exigencia de una discriminación positiva produce en los demás, como reacción natural, la querencia a una discriminación negativa.

No es que falte en España una cultura de coalición -que también- pero las sospechas y malentendidos que levanta la extraña cooperación -de alguna forma habrá que llamar a este mutuo apoyo no formalizado- entre Madrid y Barcelona no puede abstraerse de un contexto en el que hay que incluir el "hecho diferencial". Con las reivindicaciones indefinidas e interminables que conlleva este discurso, no resulta creíble que en el afán catalanista de marcar institucional y jurídicamente la "diferencia" no surjan choques con los intereses del Estado en su conjunto. No se puede a la vez recalcar el derecho a la diferencia y afirmar el respeto a los generales, es decir, iguales, de todos los españoles.

En la crisis de Estado que estalló con el escándalo Roldán, y que desde entonces no ha hecho más que agravarse, sin que se descubra a corto plazo visos de solución, me he preguntado a ve ces en qué se diferencia Cataluña del resto de España en su modo de reaccionar. Crisis de tanta en vergadura suelen ser ocasión propicia para poner de relieve la propia identidad. En su conjunto, la sociedad española apenas se ha hecho cargo de la dimensión de la crisis, ni de sus posibles consecuencias para la estabilidad del régimen establecido, ya por ignorancia -son bastante bajos el nivel cultural y sobre todo la conciencia política- ya por la forma miope de percibir los pro pios intereses que caracteriza a los sectores, en principio, más dinámicos de nuestra sociedad.

Para mi mayor chasco, defensor acérrimo de la diversidad cultural y social del ruedo ibérico, he tenido que comprobar que en los puntos más sensibles de nuestra convivencia las diferencias, si las hay, son imperceptibles. La burguesía catalana ha puesto de manifiesto en este siglo en el que por desgracia no han faltado crisis graves - "semana trágica", golpe de Estado de Primo de Rivera, alzamiento militar del 36- que por la defensa inmediata de sus intereses económicos ha estado dispuesta a sacrificar la democracia, en España, y el nacionalismo, en Cataluña.

Pese a que Cataluña hubiese creado desde finales del siglo XIX una burguesía industrial y comercial que ha ido marcando distancias del resto de la Península, a la vez que coincidencias en mentalidad y forma de vida con la burguesía mediterránea de Italia y Francia, no he percibido en estos meses mayor sensibilidad política. Los pocos demócratas que en España son, distribuidos por igual a lo largo y a lo ancho de nuestra geografía, forman por doquier una minoría insignificante que se mantiene estupefacta, sin saber cómo reaccionar, ante la fragilidad comprobada del Estado de derecho, no sólo en el pasado inmediato, sino sobre todo en estas últimas semanas, en las que el Ejecutivo no ha dudado en poner en marcha cualquier forma de manipulación, hasta las más burdas, como el mensaje televisivo del señor Sancristóbal, sin dejar de recurrir al ataque directo a la justicia, con tal de impedir que pueda demostrarse ante los tribunales lo que ya es de dominio público. Sin aceptar otra vez la responsabilidad política, se judicializa la política, para acabar interviniendo políticamente en la justicia, círculo vicioso que hace saltar al Estado de derecho. Ante semejante ataque del Ejecutivo al Estado de derecho bien puede calificarse la crisis que estamos viviendo de una de Estado, y además gravísima.

De tamaña conmoción no cabe recuperarse sin una presencia, y hasta presión, fuerte y directa de la sociedad española. En la España, empeñada en mostrar sus diferencias, lo más triste ha sido comprobar la uniformidad de la respuesta: en todas las naciones y regiones que configuran el Estado español, la misma inhibición y desinterés por lo que ocurre en las instituciones y en la clase política, ya sin la menor credibilidad social. En el grado de corrupción de su clase política y en la capacidad social de reaccionar en defensa del Estado de derecho, Cataluña, lamentablemente, no se ha mostrado diferente. Curioso, porque cualquier debilitamiento de la democracia en España lo ha pagado Cataluña con un plus adicional, y, por consiguiente, cabría esperar que el catalanismo hubiera aprendido al fin a colocarse en la vanguardia de la democracia en España.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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