De las instituciones y de los hombres
Muchos observadores de nuestra vida política califican su momento actual como de crisis. ¿Qué tipo de crisis? La mayoría descarta que sea de sistema; más bien coincide en señalar deficiencias de funcionamiento, y en identificar dificultades en el normal y fluido juego de las instituciones; incluso algunos previenen frente a eventuales bloqueos.Cuando una de estas situaciones se prolonga sin que aparezca corrección clara, el sistema termina por erosionarse. No es todavía nuestro caso. Un historiador americano, considerando la situación europea en los anos treinta -sus tormentas y perplejidades- concluye que cuando hay coincidencia de la erosión del sistema, es decir, cuando el mismo no responde ya a los principios en los. que se legitimó, comienza la búsqueda de responsabilidades y paralelamente se ofrecen alternativas completas, una especie de panaceas políticas que anuncian la posible inauguración de un tiempo nuevo, de una nueva época. García Pelayo señalaba precisamente como característica de las lecturas de la crisis y como marca de la visión totalitaria el anuncio de un tiempo nuevo, un tiempo cualitativamente distinto, umbral de un nuevo mundo político, muy diferente al tiempo normal, repetitivo y acumulable de la democracia. En definitiva, lo que Spengler y otros denominaban años decisivos.
No estamos ni ante este tiempo novador y utópico, ni ante una crisis de sistema. Estamos ante una situación de deterioro relativo de la política y en la cultura de la privatización. También, en lo que se refiere al caso español, en unas circunstancias que favorecen una deslegitimación parcial de lo público.
Sobre nuestra situación española opera, como no podía ser de otra manera, una situación general que podría definirse por la disminución de la creencia de que el progreso en la producción iba, más o menos mecánicamente, a eliminar los efectos sociales distorsionantes: desempleo, marginación sectorial, guetizaciones parciales. En el plano ideológico y psicológico coincide con la carencia de un modelo social y económico generalmente admitido. Y con la difuminación, incluso inexistencia, de un proyecto alternativo. Todo ello sobre la base de una moral muy privatizada, una interiorización de la ética, que disminuye, si no el impulso a la solidaridad, sí su posible concreción; todo ello en una situación mundial caracterizada por la superación de un orden anterior, de la bipolaridad relativa, cuando todavía no ha sido sustituido por otro orden nuevo. La situación general no puede menos, pues, de incidir en la española disminuyendo la confianza en las soluciones políticas y, por consiguiente, disminuyendo la fe en la clase política.
Pero a esta situación general en el mundo desarrollado se añade entre nosotros el efecto desmoralizante de una corrupción que rebasa casos puntuales y que denuncia los efectos perversos de unas lecturas propagadas durante años -la del éxito económico como casi exclusivo criterio de medición del valor social del individuo- y una falta de controles a veces alarmantes, tal y como se manifestó, por ejemplo, en el incalificable caso Roldán.
Por otra parte, las investigaciones sobre los GAL arrojan diariamente, potenciadas por la lógica de una sociedad informática, la posibilidad de roces y pugnas institucionales y limitan la imprescindible confianza ciudadana en el carácter esencialmente ético del Estado.
Podemos además identificar tres factores que inciden en un eventual peligro de bloqueo en el funcionamiento de nuestro sistema político. Uno de ellos entronca con una, manera defectuosa de vivir la política. Los otros dos se configuraron cuando se reformó nuestra cultura política vigente, en el momento de la transición. Los tres factores se relacionan estrechamente y se refuerzan respectivamente.
Confundir al antagonista o al competidor con un enemigo es una desviación patológica no exclusiva de nuestra convivencia nacional. El temor a la inestabilidad, y, sacrificar mucho a evitar la apareció como motivación casi principal en nuestro último proceso constituyente. Y precisa mente para evitar el deslizamiento hacia la hostilidad política y la reducción de las lecturas ideológicas y una tendencia a subrayar las referencias. en personas y río en construcciones de ideas.
Un autor que es claro exponente del paso del conservadurismo al autoritarismo, si no a los proyectos totalitarios, Carl Schmitt (La noción de la política, Teoría del partisano), distinguía entre la competición general, profesional, comercial, sentimental, etcétera, y la pugna política. Ésta venía definida por la consciencia de que quien se presentaba como competidor era, en realidad, mi enemigo existencial: era un hostes, no un enemicus. Su he gemonía no solamente reducía la mía, sino que podía poner en pe ligro mi seguridad mínima. Cuando aparece el hostes, esta mos en presencia de la política. Lo demás, para Carl Schmitt, era ficción, fantasmagoría; en definitiva, engaño a los otros y a uno mismo. Así el parlamentarismo, que era envoltorio de una lucha soterrada y radical.
Durante la transición, el consenso, la necesidad de consolidar una clase política, el recuerdo de la reciente discordia civil crearon unos valores en los que el con senso, las buenas formas, el respeto a la vida privada del antagonista prevalecieron. Pocas veces hemos vivido en un nivel más tolerante y civilizado.
Pero es evidente que en los últimos años hemos entrado en la práctica de las descalificaciones, y de la intransigencia. La política es siempre espectáculo; y el es pectáculo se entiende en parte (le nuestra cultura como enfrentamiento agónico. Se juzgan los resultados de los debates no por la capacidad de convencer, sino por la contundencia de la victoria sobre el otro. Incluso se puntúan los asaltos, cuando no se reclama que alguien quede definitivamente fuera de combate. Sería infantil; si no fuera antipedagógico y peligroso.
Esta derivación hacia lo elementalse une a otra de las caracterícticas: la personalización excesiva de la política y el predominio de actitudes y gestos sobre las ideas En estas mismas páginas publiqué ya hace unos años (EL PAÍS, Tiempo de reformas, del 30 de mayo al 22 de junio de 1991) unos artículos en los que argumentaba la necesidad de proceder a ciertas correcciones y enmiendas. Señalaba que el supuesto predominante en el momento constituyente fue el temor a la inestabilidad. Una lectura determinada -y en algunos sectores intencionada- de nuestra historia así lo imponía. También la necesidad de crear rápidamente una clase política y dotarnos de unos poderes fuertes para pasar de una sociedad autoritaria A una democrática sin que alteraciones excesivas pusiesen en peligro la operación.
Voto de censura constructivo, presidencialismo de Jefe de Gobierno, listas electorales bloqueadas y cerradas, valor abrumador de la acción de los portavoces en las Cámaras, predominio de los estados mayores en los partidos, todo concurre en la búsqueda de la estabilidad.
El resultado de la operación fue positivo. Pero las inercias han conducido a que el peligro no sea hoy la inestabilidad, sino el bloqueo. El cambio de Gobiernos, por ejemplo, cobra no el carácter de episodio normal, sino que aparece a veces como traumático. Ante el ciudadano sometido al dramatismo del ambiente me diático, un cambio de Gobierno aparece casi como un cambio de régimen. La solidez de la democracia exige sin duda la estabilidad; pero también que el cambio sea posible, normado y normal. Sobre todo, el principal control en la política en nuestra época -donde los ejecutivos son fuertes- es el autocontrol. Y la existencia no de una pugna existencial, sino del contraste de posiciones explicitadas y razonadas. La estabilidad que se pretendía exigió también reducir la carga ideológica. La sustitución del Régimen anterior se produjo en la curiosa, y arriesgada, situación de la existencia de una carga ideológica potencial alta. Pero, al mismo tiempo, en base a un déficit no ya de experiencia política, sino, también de explicaciones políticas. La situación exigía, se dijo, una purga del exceso ideológico. Los partidos embrionarios reforzaron los poderes de sus direcciones y el valor potencial de los líderes. Sin explicitación política suficiente, con partidos muy centralizados, con escaso debate interior, endogámicos y con capacidad de crear clientelas en su interior debido al sistema electoral, la flexibilidad, adaptación a la coyuntura de los partidos, y el cambio de las élites se producen con dificultad.
No es tan paradójico que la falta de explicación ideológica realce el papel del líder. Éste viene a ser cada vez más autónomo de la plataforma de su formación. Por una parte, no estamos en un ambiente de debate. Por otra, el líder viene a representar ante el ciudadano una, tendencia, una familia, una dimensión de la vida del país, que no se explicita ni debate con detalle, pero que todos saben correspondería a un elemento imprescindible en la vida nacional.
El líder no se define necesariamente por el detalle de su programa. Pero el electorado intuye que, aun sin gran definición por su parte, corresponde a una gran familia de ideas. Su mantenimiento o desapariciónes, pues, significativo. Representa más lo implícito que lo que ha explicitado. De ahí su importancia y poder.
La separación de la opinión respecto a la política -fenómeno, como hemos visto, bastante general- aumenta con las dificultades de los actores para adaptarse a los cambios y para evitar un patetismo que la situación no justifica. A veces parecería como si el deterioro de la práctica política fuese creciente e irremediable. Con él, la separación de la opinión de lo público; y la doble tendencia de los actores: enfrentamiento radical y elemental entre ellos, convirtiendo en agónica su relación; autodefensa, mentalidad de cerco, ante la opinión. No es cierto que el sistema político que hemos creado no responda ya a su función en la sociedad. Pero es necesario y comienza a ser urgente que los hombres acierten a utilizar las instituciones de las que nos hemos dota do para conseguir una estabilidad que no excluya la flexibilidad y no conduzca a un traumatismo en los cambios.
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