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Crítica:MÚSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un mito musical entre nosotros

Después de dos suspensiones, tocó, al fin, Sviatoslav Richter en el Auditorio para inaugurar el ciclo pianístico de Scherzo en su décimo aniversario. Una sala repleta y enfervorecida, dispuesta a entrar en contacto con uno de los más grandes mitos musicales de nuestro tiempo, acogió al octogenario soviético con una interminable ovación. El día anterior, Richter quiso ofrecer el mismo programa a los alumnos de la Escuela Reina Sofía y, por extensión, a los de otros centros docentes que pusieron a prueba la sala del Prado. Richter montó su especial liturgia: tocarlo todo con partitura como garantía de una mayor fidelidad y envolverse en la oscuridad, su propia oscuridad, sólo alumbrada por una pequeña luz sobre el atril del gran cola Yamaha, a fin "de que la música llegue pura y directa". Afirmaciones ambas bien discutibles, pues, de entrada, se establece una suerte de barrera entre las sombras del artista y las de la sala, algo atenuada en el Auditorio por la iluminación del órgano y, en definitiva, vencida por la calidad del pianista.Pero todo eso es cosa secundaria. Lo importante es que, con sus ocho décadas a la espalda, el discípulo más famoso, junto a Guilels, de Neuhaus, nos comunicó la belleza de un sonido admirable, intensamente expresivo y sonoro incluso en los más extremados pianísimos. Tiene Richter, como todo intérprete auténtico, visiones propias de cada obra, y así su Haydn es tan expresivamente inexpresivo que parece de mármol o, mejor, de alabastro, por cierta carnosidad transparente.

Ciclo conmemorativo de la revista 'Scherzo'

S. Richter, pianista. Obras de Haydn, Prokófiev y Ravel. Auditorio Nacional. Madrid, 17 de febrero.

Equilibrio animado

Prolcofiev adquiere en Richter una dimensión distinta a la habitual, menos virtuosista -en un sentido espectacular- más ligera y aireada y, como todas sus versiones, obediente a un raro sentido del equilibrio animado, más que interceptado, por lo que Neuhaus denominaba "digresiones rítmicas".

Mauricio Ravel, un Ravel hondamente debussyano -que quizá no fuera del gusto del vasco francés- y que semeja un continuo homenaje a la belleza sonora por sí misma y a ese misterio musical contra el que reaccionaron los compositores del "grupo de los seis"., Bastante sorprendentes resultaron los Valses nobles y sentimentales, tan alejados del modelo inspirador, Schubert, a pesar de ser Richter un espléndido schubertiano, y todavía más la Alborada del gracioso, exiliada de lo hispánico en muy alta medida. El Valle de las campanas habría merecido la visita de Richter y el interminable homenaje que, todos rendimos a su actuación y a su historia.

Richter ultima, con toda su carrera como bagaje, su pensamiento musical, lo mantiene muy vivo y parece convertirse en su propio monumento para crear el ambiente de su propia leyenda, con luces o con oscuridades físicas, pero con raro esplendor de artista libre, riguroso y único.

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