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El calor de la cocina

Por si la reivindicación de independencia judicial hecha por los magistrados a través de sus asociaciones gremiales y de su órgano de gobierno no hubiese sido suficiente, la negativa del fiscal general del Estado a querellarse contra un diputado de IU y el recurso de una fiscal de la Audiencia Nacional contra la admisión de la querella presentada por el servicio jurídico del Estado contra Amedo han acentuado la soledad institucional del poder ejecutivo. Aunque el fiscal general sea nombrado por el Consejo de Ministros y la, organización bajo sus órdenes funcione según los principios de unidad de acción y dependencia jerárquica, la Constitución clasifica al ministerio público dentro del poder judicial; la misión constitucional del fiscal no es proteger al Gobierno, como algunos medios oficiales creen, sino defender la legalidad, los derechos ciudadanos, el interés público y la independencia de los tribunales.Es verdad que la acusación lanzada inicialmente contra Felipe González por el diputado Alcaraz (cariñosamente rebautizado como Alcatraz por los comunistas que sufrieron sus furias represoras) y respaldada luego por otros 500 inquisidores aficionados, fue tan hiriente como extremosa; según este osado remake de las películas de James Bond, el presidente del Gobierno en persona habría sido el máximo jefe operativo -el señor X- de los GAL, la banda que perpetró 26 asesinatos para provocar la clausura del santuario de ETA en el País Vasco francés., Al explicar su negativa a interponer la querella contra Alcaraz, Carlos Granados distinguió entre la reprobación social que merece la agresión verbal realizada por el bronco diputado de IU y la responsabilidad penal en que pudo incurrir esa conducta. La fiscal de la Audiencia Nacional también alude en su recurso a esa inadecuación del Código Penal para defender el prestigio de las instituciones y de sus titulares.

La perplejidad de algunos cualificados portavoces del Gobierno y del Grupo Parlamentario Socialista ante esta doble decisión del ministerio público podría explicarse tal vez por su escasa familiaridad con la jurisprudencia europea sobre los excesos de la crítica política. Pero otros dirigentes del PSOE han dado un paso mas allá de ese comprensible desconcierto al dejar entrever que los fiscales y jueces españoles han enloquecido, participan en una conjura contra los socialistas, trabajan para la oposición o se han rendido ante la presión de los medios de comunicación. Las cosas son bastante más sencillas: nuestro poder judicial está tratando de adaptar con mayor o peor fortuna: sus resoluciones a los criterios sobre la represión pena¡ de la crítica política establecidos por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo en sus sentencias de 1986 sobre el caso Lingens y de 1992 sobre el caso Castells.

En Estados Unidos, un pleito por difamación (Gertz v. Robert WeIch) brindó en 1974 a la Corte Suprema la oportunidad de acuñar una metáfora culinaria para explicar la razón de que los políticos deban asumir las críticas como un coste de su profesión, abrazada libremente y fuente de considerables ventajas en otros terrenos: el precio por entrar en la cocina es tener que soportar el calor de los fogones. El Tribunal de Estrasburgo ha señalado otros motivos justificadores de la mayor laxitud de los límites permisibles a las informaciones y opiniones políticas que "hieren, chocan o inquietan" a sus destinatarios: la posición dominante de los Gobiernos debe refrenarles a la hora de interponer querellas criminales; los parlamentarios no pierden su condición de tales fuera del hemiciclo; Ios gobernantes se hallan menos protegidos penalmente que los simples particulares. Es cierto que las imputaciones calumniosas contra los políticos no tienen garantizada la impunidad y que dicterios tan brutales como los insultos de Alcaraz rompen los códigos de la discusión democrática. Pero también es verdad que la política es un oficio voluntario cuyo ejercicio implica obligadamente ese tipo de trances desagradables.

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