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El obispo y la concejal

Llevamos ya perdida la cuenta de los asesinatos que han sido precisos para que el obispo de San Sebastián baje a presidir el funeral por una de las víctimas y para que una concejal del Ayuntamiento de la misma ciudad establezca cierta distancia entre su conciencia y la organización en la que milita y que durante años no sólo ha silenciado o justificado esos crímenes sino que los ha exigido, alentado, jaleado. Asombra que esas iniciativas causen sorpresa porque al cabo, desde el punto de vista moral, es exactamente igual que el asesinado sea el dirigente vasco de un partido político que el último guardia civil español. Que no hayan entendido eso los oficiantes de funerales y los concejales de ayuntamientos constituye una prueba más, si falta hacía, del abismo de amoralidad al que obliga a descender a tantas gentes por demás pacíficas y honestas la familiaridad con el crimen.De ahí ahora el "desconcierto" y la "frustración", por decirlo con palabras del obispo, ante esa "intervención de carácter armado en el campo de la lucha político-institucional", por utilizar el no menos sofisticado lenguaje de la concejal. Y de ahí que el desconcierto se convierta en condena y rechazo de lo que sin embargo estaba en la entraña misma de la opción por el terror como arma política. Es falso que los nacionalistas que recurren al crimen en el intento de construir un Estado a la medida de su etnia detengan la marcha cuando la nuca que se ofrece al cañón de su pistola pertenece a alguien de su mismo grupo étnico. El nacionalista liquida al judío, desde luego, pero no se detiene ante el hermano de sangre si el hermano se conduce como un traidor, reservándose el mismo nacionalista que esgrime la pistola la última palabra para decidir en qué momento uno del grupo ha dejado de ser uno de los nuestros y se ha transmutado en uno de ellos.

Esto es lo que otorga al asesinato de Ordóñez una diferente carga política y lo que mueve al obispo a salir de palacio y a la concejal a removerse en su escaño; no que sea moralmente distinto del de un policía nacional, sino que es políticamente otro porque revela una dimensión que hasta ahora podían disimular quienes a base de circunloquios y eufemismos no se han atrevido a llamar crimen al crimen y a actuar en consecuencia: que el grupo étnico no es, nunca ha sido y nunca será, la raya que limita la comisión del "acto": que los SS liquidaron a los SA antes, y como entrenamiento, para cebarse luego con judíos, polacos y otros maquetos que pasaban por allí; que los nacionalismos étnicos requieren una buena partida de hermanos traidores que llevar a la cuneta con objeto de que todos los que sientan la debilidad de rechazar en nombre de la moral y la piedad el asesinato del vecino del segundo por el solo hecho de ser judío o español mantengan la boca callada, la mirada baja y el paso de la oca.

Los nacionalismos étnicos que recurren al terror constituyen una forma de religión secular fanatizada que, como todo fundamentalismo, se consume en la marginalidad si no es capaz de suscitar un seguimiento de masas. Cualquiera que se levante, diga "no" y sea escuchado se convierte por lo mismo en reo de muerte. Y a eso es a lo que condenaron a un vasco que se atrevió a no tener miedo y que, como dice alguien que no empuña las armas pero las alienta, se lo andaba buscando. No lo buscaba porque fuera él a su vez armado sino porque al abrir la boca y no bajar los ojos consiguió más votos que sus adversarios y desnudó con su palabra y su mirada la inanidad del mito del pueblo vasco oprimido en que se funda aquella religión.

El obispo y la concejal disponen ya, disponían en realidad desde hace cientos de asesinatos, de todos los datos para saber con quién tienen que habérselas. De su coraje político y de su rearme moral, y de su capacidad para llorar por el dolor de las víctimas, dependerá que deje de gravitar sobre todos nosotros el horror de tanto crimen.

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