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La lógica del exterminio

Un miembro destacado de los servicios de seguridad españoles de visita en Alemania no albergaba la menor duda. Sin inhibición alguna -y con escasa cortesía hacia sus anfitriones- aseguró que el resurgir de la ultraderecha en Alemania responde a causas genéticas. Poco más o menos: los alemanes lo llevan en la sangre. Si se acepta esta argumentación, correspondería a la biología el estudio de si los alemanes portan en su código genético un cromosoma especial que explique Auschwitz.La tentación de recurrir a una interpretación tan simplista para un observador superficial de la realidad alemana es grande. Una explicación genética exculparía el Holocausto. Habría una eximente, o al menos una atenuante, para los asesinos. Si todo se debe a los genes, la culpa corresponde a la biología. Auschwitz sería el resultado del mismo determinismo que el siglo pasado formuló Cesare Lombroso con sus teorías sobre el delincuente nato.

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Esta tesis lleva a considerar a los asesinos como una especie de monstruos degenerados. Nada más falso. Estudios sobre los autores inmediatos del genocidio en los campos de exterminio nazi pusieron de manifiesto que se trataba de personas absolutamente normales, ciudadanos de aparente honradez, amantes de sus hijos y animales domésticos.

Medio siglo después de Auschwitz surge inevitable la pregunta de por qué el nazismo adquirió en Alemania esa componente exterminadora, que no se dio con la misma virulencia en otras dictaduras, y si los alemanes han aprendido para siempre la lección hasta poder hablar hoy día de un definitivo ¡Nunca más!

No es la genética, sino la antropología cultural y la psicología social las disciplinas. adecuadas para seguir las huellas en la Alemania actual de lo que se podría denominar lógica de Auschwitz. En conductas y mecanismos mentales de los alemanes, como producto no de los genes, sino de décadas de aprendizaje e inmersión en un sistema concreto de pautas culturales, resulta posible encontrar las disposiciones que podrían conducir a Auschwitz. No en Lombroso, sino en estudios como el Theodor Adorno sobre la personalidad autoritaria, se halla la respuesta.

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El alcalde de Stuttgart, un democristiano que responde al nombre de Manfred Rommel, hijo del legendario zorro del desierto, lanzó hace ya tiempo al debate político el concepto de virtudes secundarias. Se trata de las consideradas típicas de Alemania: orden, puntualidad, disciplina, limpieza y similares. Se definen como secundarias, porque esas virtudes no son un valor en sí mismas, sino dependen de a quién o qué sirven. Estas virtudes secundarias pueden servir para un envidiable sistema de comunicaciones por ferrocarril o para un perfecto campo de exterminio. Ambas cosas fueron necesarias para acabar con centenares de miles de seres humanos en los crematorios de Auschwitz. No resultó nada fácil organizar de forma eficaz el Holocausto.

Al lado de estas virtudes secundarias se encuentran vigentes en la cultura alemana -porque lo han mamado, no recibido por herencia, sino a través del proceso de socialización- los elementos de esa lógica de Auschwitz. Estos no bastan por sí solos para repetir el Holocausto, pero se encuentran latentes en miles de ciudadanos honestos y cumplidores de la ley. Cuando desde una mesa de despacho un funcionario decide, eso sí con arreglo a la ley, que es preciso deportar a un niño turco, aunque consta que se le envía al desamparo, o a un asilado al que: espera una posible muerte en su país de origen, se puede afirmar que opera todavía hoy la lógica de Auschwitz.

Obediencia ciega a la ley, sumisión absoluta y acrítica ante cualquier manifestación de autoridad, espíritu de denuncia, absolutismo en la imposición del propio derecho y convicción de la propia superioridad sobre el resto, rechazo de las culturas ajenas y búsqueda de chivos expiatorios, son elementos fáciles de identificar en las pautas culturales vigentes en la Alemania actual.

Fueron los asesinos de escritorio quienes hicieron posible el gigantesco aparato que realizó el Holocausto. Himmler se mareó y vomitó cuando contempló en vivo los cadáveres de los exterminados. Probablemente sería incapaz de matar una mosca. Miles de funcionarios honrados, impecables ciudadanos, adornados con las mejores virtudes secundarias no tuvieron el coraje de oponerse o al menos echar arena en el engranaje del exterminio. Carecían por completo de genes asesinos, pero habían sido educados en la cultura adecuada.

La reciente dictadura, la comunista de la extinta República Democrática Alemana, se asentó sobre bases similares, las mismas pautas culturales de la lógica de Auschwitz, aunque jamás se plantease el genocidio. La infraestructura cultural y psicosocial estaba allí palpable: en el sistema colectivo de delación, la creación de un aparato represivo casi perfecto con su muro y alambradas.

Ha transcurrido medio siglo desde Auschwitz y no se vislumbra ni remotamente por asomo nada comparable en Alemania. Los escarceos de grupos denominados neonazis son producto más bien de una cultura del gamberrismo juvenil, que de convicciones ideológicas profundas. El peligro se encuentra latente y mucho más profundo en los pliegues más profundos del ego. Está arraigado en determinadas pautas y valores culturales y no en los genes.

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