Una España preocupante
Todos estamos preocupados por nuestro futuro. No vemos claro el milenio que se avecina. La mayoría de los políticos, sin embargo, apuntan las cosas del porvenir con tintes más optimistas y esperanzadores. Unos creen que, al cambiar los partidos gobernantes, los nuevos que vengan van a arreglarlo todo. Y los actuales confían en esos que todos llaman, con bastante ingenuidad, síntomas de recuperación económica. Parece que todo esté centrado en los números que simbolizan al dinero. Y nadie se acuerda de lo que algunos economistas, que nadie hace ya mención de ellos, dijeron que iba a ocurrir con acopio de sentido común. Uno fue el austriaco Von Mises, que observó algo olvidado por estos optimistas del porvenir: que el desarrollo macroeconómico nada tiene que ver por sí solo con el desarrollo del bienestar de todos y cada uno de los individuos, porque por mucho que aumenten aquellos números, que la mayoría no entiende, depende de cómo vayan a ser distribuidos, y si llegarán o no a los bolsillos de cada ciudadano o se quedarán en las fauces del monstruo llamado Estado moderno, que resulta insaciable, o irán a resarcir las deudas acumuladas con otros países más poderosos que nuestro. Esto es lo que les pasa -por ejemplo- a las naciones del Tercer Mundo, especialmente de América Latina, con su gran deuda exterior imposible de liquidar, que los envuelve como el gran abrazo de una boa constrictor.Los otros fueron Schumacher y Röpke. Por caminos distintos hicieron que cayéramos en la cuenta de que no todo aumento de tamaño, en una empresa o producción, lleva a la verdadera mejora económica humana. Incluso demostraron prácticamente aquello de qué "lo pequeño es hermoso", en el más pleno sentido humano y satisfactorio de la palabra hermoso, y no la megalomanía del colosalismo de nuestra época, que lo padecimos con los regímenes nazi y fascistas, y ahora, envuelto en disfraces democráticos, nos está aplastando.
La economía depende de la psicología más que de unas mecánicas leyes económicas. Y, por tanto, de la actitud humana que adoptemos respecto a los valores: en una palabra, de nuestra postura ética.
Incluso la política no puede arreglarlo todo, ni las leyes tampoco. Son medios, eso sí; pero nada más, porque dependen del uso que los hombres -sean productores o gobernantes- les den.
En el siglo XVII, el inteligente pensador político Saavedra Fajardo ya decía que "la multiplicidad de las leyes es muy dañosa a las repúblicas". Sin duda por dos razones: una, porque todo lo esperamos de ellas y nadie puede dar lo que no tiene, y las leyes tampoco, pues decir ley no es lo mismo que observar una postura ética, ni puede suplirla; aquélla sirve de marco mínimo para conseguir externamente, como decían nuestros clásicos, la paz social, que es algo de lo que tenemos que conseguir, pero no todo, porque no da la plena felicidad humana, que más depende de nuestros valores que de nuestras leyes, y sin una ética cívica ni siquiera se consigue la plena convivencia humana; y al final siempre saldrán perjudicados los más débiles. Y en segundo lugar, porque tal profusión legislativa desorienta al sencillo ciudadano que va por la calle, y es aprovechada, en cambio, por los pícaros que saben. Hábilmente encontrar algún resquicio legislativo para salirse con la suya. Es también la que observó, con su malicia política, el viejo chino Laotsé: "Cuantas más leyes, más ladrones".
En España nos escandalizamos ahora de los crecientes e inesperados males que nos envuelven. Y los más encumbrados personajes caen arrastrados por ellos. Lo mismo en la política que en las finanzas o los negocios. Quienes ayer eran homenajeados y puestos como modelos para el país, hoy se encuentran entre rejas, huidos, suspectos o agazapados. Los que recibieron el más alto refrendo de los políticos, de la Iglesia o de los empresarios han caído fulminantemente, y todo el mundo echa incluso más leña al fuego que arde sobre sus cabezas, como si fuesen los únicos culpables de lo que nos pasa.
Pero ¿se ha puesto alguien a pensar en las raíces de estos males nacionales que nos envuelven? ¿No será que todos teníamos la moral del provecho egoísta y del afán desmedido por el dinero, sacralizado por nuestro capitalismo duro? ¿No debemos sinceramente preguntarnos qué hubiéramos hecho nosotros en su sitio? ¿Habríamos puesto antes la ética cívica del bien general, del que todos deben beneficiarse, o habríamos pensado sólo en nosotros mismos, sacando el máximo provecho fuera como fuese? ¿Si nos hubieran hecho doctores honoris causa los más altos estamentos universitarios del país no hubiéramos creído que esto era el refrendo para nuestra egoísta conducta propugnada por el capitalismo salvaje, y seguiríamos pensando nada más que en nosotros mismos? ¿No son estas figuras, ayer en las más altas cumbres y hoy hundidas como el ángel caído, un síntoma de esa falta de ética cívica en el país? ¿No fue uno de ellos elegido por la Santa Sede para ser recibido por el Papa y resultar portavoz de la doctrina social de la Iglesia como ejemplar representante en estas materias, para que todos los ciudadanos de a pie que somos creyentes lo admiráramos e imitáramos? ¿Y otros que están en parecida situación y fueron considerados los más aptos para delicados puestos responsables de la nación, y a punto de ser nombrado alguno de ellos ministro?
Los españoles somos más dados -lo observó hace años Salvador de Madariaga- a exigir a los demás una ética sin fisuras y, en cambio, nosotros usamos para medirnos el lado más ancho del embudo. Incluso tenemos otro vicio muy grave, según demuestran las encuestas acerca de nuestra moralidad: identificar lo legal con lo moral, como si demostrando que no hay nada ilegal todo está resuelto ya; cosa que no es así, porque hasta las leyes tienen que ser manejadas responsablemente, y no astutamente para encontrar salidas inmorales a las mismas. O también puede ocurrir que una ley no sea justa y nos encontremos con una condena sin culpa real. O los que intervienen en un proceso, sea jurídico o ejercido por los medios dé comunicación social, se equivoquen y echen el peso legal sobre los que no pueden ser condenados. Y que sepan los que intervienen en ello, opinión pública, juzgadores o legisladores, que la moral tradicional enseña, dada la gravedad del caso, que quienes sean responsables de juzgar esa legalidad -por su incuria, ligereza o error culpable- tienen que restituir los daños causados al inocente. No se trata ahora de cebamos contra los que están sub júdice o han sido condenados; sino de hacer todos examen de conciencia para rectificar nuestra falta cotidiana de ética en las cosas minúsculas de la vida corriente. Pues estos polvos tan pequeños son los que nos han traído estos Iodos actuales, como advierte el olvidado refrán.
¿No seremos, al final, todos más culpables de lo que nos creemos?
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