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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Para que el sumario no descarrile

EL SUMARIO que instruye el juez Baltasar Garzón por el secuestro de Segundo Marey ha devuelto al primer plano de la actualidad el siniestro asunto de los GAL, sobre el que ya existe una condena firme contra los ex policías Amedo y Domínguez. Nadie creyó en su día que esta sentencia agotara la implicación del aparato de seguridad del Estado en esa trama terrorista. Los condenados de entonces se han convertido hoy en acusadores de sus jefes. En bien de la moral pública de este país, el sumario ahora reabierto debe llegar hasta el final y hacerlo con todas las garantías propias del Estado de derecho. Lamentablemente, este nuevo sumario ha estado rodeado hasta ahora de demasiadas irregularidades, que pueden ponerlo en peligro. La primera duda es la idoneidad del juez. La estrategia de los implicados parece haber descartado la recusación directa de Garzón, algo que podrían legalmente intentar antes del juicio oral, y dirigirse más bien a cuestionar su imparcialidad con el fin de forzar en el momento procesal oportuno la nulidad de las actuaciones. Se podrá estar en desacuerdo con esa estrategia, considerándola meramente obstruccionista. Pero el derecho de defensa ampara esa posibilidad, del mismo modo que ampara el derecho a no declarar en contra de uno mismo y hasta a mentir.

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La opinión pública está asistiendo desde el inicio a un proceso singular en el que el secreto sumarial no impide que se publiquen todas las acusaciones, incluso aquellas que hasta ahora no han sido valoradas por el juez como indicios suficientes. Como reconoce el ministerio fiscal al oponerse a la admisión de la querella del Gobierno contra Amedo, no es normal que sean "dos sujetos del procedimiento" quienes "precisamente han difundido determinado material de la instrucción sumarial" mediante sus declaraciones a un diario. El fiscal entiende que las "extemporáneas revelaciones" de Amedo y Domínguez "amenazan no sólo la dignidad y derechos fundamentales de personas contra quienes ni siquiera se ha dirigido aún acusación alguna", sino también "a los; mismos intereses de la acción de la justicia, en la medida en que quizá contribuyan a taponar posibles fuentes de prueba y a agotar ulteriores fases de investigación".

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En la medida en que existe, esa doble vía que de hecho anula el secreto del sumario, incluso con una cierta anuencia del juez al levantarlo al hilo de un serial periodístico, los implicados han optado por defenderse en ese mismo terreno de la opinión pública. Así lo ha venido haciendo el ex ministro Barrionuevo con singular vehemencia, como parte de una estrategia a la que se sumó ayer el principal implicado del caso: Julián Sancristóbal, ex director general de la Seguridad del Estado. Hay, con todo, algunas asimetrías: Amedo y Domínguez acusan a sus antiguos jefes; pero éstos, para defenderse, a quien acusan es al juez y, hasta ahora, sin pruebas.

Lo que preocupa de este peculiar combate es el riesgo de que las irregularidades del proceso ofrezcan flancos que puedan en su día fundamentar la nulidad de todas las actuaciones. No vaya a ocurrir lo que en el caso Naseiro: que se hurte a los tribunales de justicia la posibilidad de pronunciarse sobre el fondo del asunto. De ahí que, más que cuestionar el derecho de defensa que asiste a los implicados en el sumario de los GAL o escandalizarse sobre sus supuestas maniobras obstruccionistas, lo que hay que exigir es una instrucción sumarial a resguardo de impugnaciones que puedan prosperar. Y ello depende del juez instructor: Baltasar Garzón.

Es evidente que el juez Garzón que a finales del año 1994 impulsa el segundo sumario de los GAL no es exactamente el mismo que inicia la instrucción del primero (el caso Amedo) en 1988. En ese intervalo fue protagonista de un salto espectacular a la política -abril de 1993 a mayo de 1994-, durante el cual desempeñó a lo largo de nueve meses el cargo de secretario de Estado de Interior, del que regresó a la judicatura. Al margen del efecto subjetivo que esa experiencia haya podido tener sobre el juez, la notoriedad pública del personaje dificulta la diferenciación por parte de la opinión pública de las dos imágenes superpuestas: la del juez y la del político. Algo que no sólo se manifiesta en el caso del juez Garzón. Afecta seguramente a varias decenas de jueces y fiscales que en la última década han hecho el mismo viaje de ida y vuelta entre la judicatura y la política. Lo singular del caso deriva sobre todo de la circunstancia de instruir un sumario que afecta de lleno al departamento del que fue secretario de Estado.

Los efectos más o menos difusos de esa superposición de funciones no son fácilmente reducibles a cualquiera de las causas legales de recusación de los jueces previstas en la ley. Pero en el caso de los GAL estos factores pueden hacer descarrilar el proceso. Por bien de la justicia, para que ésta pueda Regar hasta el final, es imprescindible extremar el respeto a las normas procesales. Y no es eso lo que ha ocurrido hasta ahora.

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