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Un sentido del teatro

Antonio Muñoz Molina

Al principio de Tío Vania en la calle 42, uno de los actores que van congregándose en el teatro abandonado donde tendrá lugar la representación sostiene una especie de sonajero primitivo y lo agita distraídamente, antes de olvidarlo en alguna parte. Me fijé en ese artefacto porque se parecía mucho a los que hacían los niños de mi calle antes de Navidad, clavando en un bastón una hilera de chapas aplastadas de cerveza; al moverlos tenían un sonido entre cascabeles y sonajas. De ese objeto trivial no volvería uno a acordarse si no lo escuchara otra vez en los últimos minutos de la película, cuando suena dos o tres veces de manera idéntica, sólo que ahora con una inusitada relevancia. Lo que al principio era una cosa cualquiera, uno de los sonidos que componen la trama vulgar del trabajo en el teatro -el tráfico que viene del exterior, las sirenas y los cláxones, el crujir de los pasos de los actores sobre los tablones viejos del escenario- se convierte ahora en el sonido de los cascabeles de un coche de caballos que acaba de irse, que imaginamos alejándose por una llanura con declinantes colores de atardecer y de otoño. Se extingue el sonido, porque el coche de caballos ya está muy lejos, y de la casa de campo se adueña un silencio nuevo, recién inaugurado, un silencio ancho de habitaciones que se quedan a oscuras y en las que muy pronto se encenderá una bujía: en el silencio ocurre entonces otra cosa, otro sonido tan simple y tan matizado como las voces humanas, un rumor de plumas rozando ásperamente las hojas de unos libros antiguos de cuentas, y es que tío Vania y su sobrina Sofía se han quedado solos en la casa de campo y reanudan con satisfacción y tristeza las tareas que abandonaron por culpa de la invasión turbadora de los otros, sabiendo ahora que ya nunca las interrumpirán, que el sonido de los cascabeles del coche o de la jáquina de un caballo era el de una despedida sin regreso.Pero no vemos un paisaje, ni una casa de campo, ni un coche de caballos, ni las gasas y los trajes de lino blanco, los cuellos duros y los sombreros de paja de los veraneantes rurales de hace un siglo, los héroes indolentes de Chéjov. En Tío Vania en la calle 42 sólo hay unos pocos actores, un teatro de concavidades y rui nas barrocas y unos cuantos objetos que adquieren en el espacio despojado una presencia tan sólida como las manzanas o las botellas en un bodegón cubista. Sobre la mesa de madera desnuda, alumbrada por focos, rodeada de penumbra, una botella cúbica de cristal y un vaso de agua tienen la transparencia y la solemnidad de los vasos de agua que aparecen en los austeros bodegones españoles del siglo XVII: también son los símbolos de una sed sin alivio y de la tentación y la desgracia del alcohol. El sonajero que alguien mueve en una esquina invisible del escenario es un coche que sé aleja y el instrumento de un conjuro en el que nosotros, los espectadores de la sala de cine, somos el público, es decir, los testigos y los hipnotizados, los que vemos aquello que no está y adivinamos en lo dicho lo que no se dice, la dulzura o el dolor en la indiferencia, lo más terrible en lo apenas sugerido.

Tío Vania en la calle 42 no es una película de Louis Malle que trata de una representación de una obra de Chéjov: es una tentativa de hacer con una cámara de cine lo que Chéjov hacía mediante las palabras, contar las cosas como si sucedieran delante de nuestros ojos y no en el reino de la literatura, en ese juego un poco fantasmal de voces que es siempre la literatura teatral.

A principios de los años ochenta, después de un viaje por la Europa del Este, el novelista norteamericano Phillip Roth escribió que en aquellos países no había nada, pero todo, a diferencia de Occidente, donde había de todo y no importaba nada. En el cine de ahora ocurre algo semejante: hay más de todo que nunca, pero no hay nada que importe; hay más vísceras, más músculos, más zafiedad, más efectos especiales, más palabras sucias, incluso más obstetricia, pero en esa abundancia no hay nada que importe o que sea memorable, es decir, que posea la virtud de recordarse después. Cineastas que lograron una apasionada perfección ahora se extravían en la hipertrofia de los decorados, en una lujuriante vacuidad de escenarios de ópera.

En este Tío Vania, de Louis Malle, hay casi tan pocas cosas como en un cuento de Chéjov, pero todas ellas son cruciales en la intensidad de su ascetismo, como una pipa o un trozo de periódico o la silueta de una botella en un cuadro de Juan Gris: con casi nada, con un teatro en ruinas, con unos pocos actores vestidos de calle, con una cámara tan sigilosa que uno se olvida de su existencia, el cine filma el misterio de la pobreza del teatro, la transfiguración del simulacro en verdad, del actor en personaje, del personaje en alguien que está vivo ante nosotros y se alimenta para volverse más real de lo que nosotros sentimos y somos. La película trata del proceso del en cantamiento que convierte a todo espectador en un visionario a medida que va siendo subyugado por la representación. Dice Auden que el sentido del teatro es un antídoto contra las irrealidades de la imaginación y los engaños de la vida, un ejercicio muy útil para no confundir la realidad y las apariencias. A Louis Malle, a quien le debemos unas cuantas películas sutiles e imboftables, hay que agradecer le ahora que al devolvemos el sentido del teatro y del cine nos ayude a recobrar también el sentido de la realidad. Después de ser hechizados por los acto res ejemplares de Tío Vania en la calle 42 y de imaginar vívida mente un coche de caballos al oír un rudimentario sonajero nos resulta más fácil no creemos a los malos actores que nos mienten con tanta torpeza y tanto lujo de detalles en los noticiarios de la televisión.

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