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El avance de la 'no política'

El sistema de libertades públicas que ha estado vigente, más o menos, desde la Revolución Francesa en una parte del mundo se ha sustentado sobre la existencia de los partidos políticos. Ya pensemos que cada partido responde a la nomenclatura de una clase social, o parte de ella, o que, por el contrario, refleja una expresión ideológica más allá de las clases, el hecho bien cierto es que no se conocen, en la historia, experiencias políticas en que se haya respetado la democracia, sin el funcionamiento real y normas de los partidos políticos. En una palabra, mientras la práctica no demuestre lo contrario, los partidos políticos, son inescindibles de la democracia y sin ellos ésta sería una auténtica burla. Los partidos pueden presentarse bajo nombres muy diferentes, incluso bajo el de la negación de los partidos, pero estos últimos no son sino aquéllos dominados por los que les gustaría ser jefes de partido "por la gracia de Dios"... y de los imbéciles que les apoyan y les siguen (aproximadamente, A. Gramsci dixit).

Ello se debe, sin duda, a que una característica esencial de la democracia es la irrupción de las mayorías sociales en la vida política y, lógicamente, es impensable materializar esta participación si no es de una forma colectiva y organizada. Todos los ensayos realizados hasta ahora en base a supuestas democracias orgánicas o directas, de movimientos o de partidos únicos, de uno u otro signo, han sido siempre la expresión de regímenes dictatoriales que han acabado y seguirán acabando mal. Los partidos serán todo lo imperfectos que queramos, pero sin ellos la democracia es una filfa, y esta constatación, que parte del reconocimiento de la pluralidad de intereses y de ideas que anidan en la propia sociedad, no conviene olvidarla nunca por muy cruda que sea la actuación de todos los partidos en los momentos actuales.

Es bien sabido que lo primero que hicieron todos los dictadores de este mundo fue eliminar al contrincante político, fisicamente en algunos casos y siempre prohibiendo su manifestación organizada en partido. Pero no nos referimos ahora a esta forma brutal de acabar con la democracia, que tan profusamente se conoció durante los años treinta. Desearía llevar a la reflexión de los lectores otro fenómeno más sutil y más moderno que creo está apareciendo en estos momentos y es el del avance de la no política sobre la política, conservando, eso sí, por lo menos de momento, las formas externas de la democracia. Ése es, en mi opinión, el germinal signo inquietante del momento. No tanto, pues, que un partido de la derecha triunfe en las próximas elecciones, o que gane uno de la izquierda, suceso normal en cualquier democracia. El riesgo es que avancen los partidarios de la no política sobre los de la política. Y cuando hablo de los primeros me refiero a aquellos que piensan que los partidos sobran o que es necesario superar la forma partido, o que todo vale, contra, el contrario, o que este sistema que tenemos no sirve, que hay que sustituir todo esto por fórmulas que permitan la relación directa entre él o los líderes de turno y el pueblo, las masas o como quiera decirse, utilizando como elemento mediático movimientos más o menos amorfos y heterogéneos cuya función esencial es arropar o jalear al líder.

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Para que se abra camino este clima de opinión es necesario que se desprestigie a fondo el sistema de Partidos, es decir, la política tal y como se realiza en los países democráticos. Hay, que reconocer que el campo se está abonando. En la mayoría de estos países el prestigio de los partidos ante la opinión pública nunca ha estado tan bajo. Los casos de corrupción en la gestión han sido demoledores en este sentido. Los ataques desmesurados de todos contra todos, bajo el principio de que "todo vale" con tal de destruir al adversario, también. Un caso paradigmático de lo que decimos es el de Italia. La corrupción generalizada arrasó con los partidos del sistema. Los políticos, el Parlamento, se desprestigiaron hasta límites inimaginables y se crearon las condiciones para que surgiesen nuevos salvadores que supuestamente eran la negación del político, de los partidos. Personajes nacidos de la sociedad civil, autocalificados como eficaces, a los que sobra la forma partido pues su relación con el pueblo es directa -es decir, a través de los medios-, plebiscitaria, carismática y, todo lo más, necesitan de un movimiento abigarrado y amorfo, sin teoría definida, con un programa populista y flexible, ayuno de compromisos precisos y concretos, que les haga de altavoz y de masa de seguidores enardecidos. Fenómeno que en la Italia de Berlusconi ha tomado la deriva de la derecha, pero que en otros lugares puede tomar la del nacionalismo excluyente y en otros, en fin, la de una izquierda sui géneris.

La incapacidad creciente de los partidos para ser cauce real de participación ciudadana, la corrupción, la falta de renovación de los, líderes, el carácter intercambiable de los programas y prácticas de gobierno, la lucha a muerte por el poder sin pensar en los intereses generales aleja a la gente de la política, e incluso produce una selección al revés en aquellos que se dedican a esa importante función. Lógicamente, esta reflexión no debe conducir a ocultar ninguna trapacería de partidos o de políticos, sino todo lo contrario. Hay que limpiar la vida pública de aprovechados e ineficaces, pero siempre con la idea puesta en construir partidos fuertes, capaces de ser vehículo de las aspiraciones plurales de los ciudadanos e impedir formas carismático-autoritarias del ejercicio del poder. Es lógico que el Gobierno y la oposición se enfrenten, pero es una locura acusarse de ladrones y asesinos como parte del debate político. ¡Hasta dónde vamos a llegar!

Los partidos necesitan en toda Europa una reforma urgente. Deben garantizar nuevas formas de participación de los ciudadanos en sus decisiones y en la elección de sus dirigentes, sin necesidad de militar en ellos, pues se mantienen a través de los presupuestos. La transparencia de sus actividades y finanzas debe ser total, con auditorías externas anuales. En su seno debe garantizarse el ejercicio de los derechos y libertades que reconoce la Constitución y deben ponerse límites temporales a determinadas responsabilidades y cargos. De no abordarse éstas u otras reformas, seguirá avanzando, el desprestigio de los partidos, de los políticos y de la política y ganará terreno el partido de la no política. Entonces el problema ya no será que gane uno de la derecha o la izquierda, que, repito, es lo normal, sino que se abran camino experimentos peligrosos -ya sea hacia la derecha o hacia la izquierda- con discursos demagógicos y populistas, que igual cogen votos de un lado que de otro, pues ese discurso es, en el fondo, antidemocrático, antisistema y, como decía Gramsci, el de los que quieren ser investidos por la gracia de Dios o de los imbéciles que les siguen, y, desgraciadamente, de estos últimos hay en la derecha y en la izquierda, aunque Dios haya sólo uno, según dicen.

En España, el fenómeno eltá ganando terreno, si bien no hemos alcanzado la situación italiana, aunque no convendría olvidar que aquí el discurso antipartidos tiene una tradición de 40 años por lo menos. Ahora le toca el turno, al PSOE, ayer fue UCD, mañana será el PP o IU, y así hasta dónde. Hay que reconocer que los partidos y los políticos hemos sufrido un fuerte desgaste debido a los casos de corrupción, reales o inventados, que de todo hay. Hasta tal punto que seguramente algunos habrán soñado ya con operaciones berlusconianas a la española -que en nuestro caso lo mismo no es con un magnate de los medios- o, por lo menos, en crear las condiciones para que eso pueda suceder algún día. Lo que presupone jalear hasta el infinito todo lo que sea atípico en la vida política o, lo que es igual, todo lo que aumente el ejército de los imbéciles que se coloquen detrás de alguien que se crea un salvador y reduzca a la mínima expresión el de aquellos que no creen ni en demagogias ni en populismos ni en salvadores, sino en el esfuerzo honesto, inteligente y modesto de, todos los días para ir mejorando, poco a poco, esta colectividad que nos ha tocado en suerte. Y para eso son necesarios los partidos, todos los partidos, y no pensar de manera suicida que porque destruyamos éste o aquél vamos a medrar nosotros, pues lo único que conseguiremos es destruir una parte de la democracia. Sepamos distinguir de una vez la oposición y la crítica política sobre los problemas de los ciudadanos, del particidio, que es una locura que vamos a pagar.

Nicolás Sartorius es abogado.

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