Centro de santos y pecadoras
No ha podido la niebla quebrar la resistencia de algunas peripatéticas veteranas, curtidas trabajadoras del sexo, que aguantan las inclemencias de esta noche de enero al resguardo de las columnas que enmarcan la entrada principal de un vetusto y ceniciento edificio dedicado a las oscuras tareas de la Hacienda Pública. Nació la plaza dedicada a don Jacinto, insigne y discutido comediógrafo ennoblecido con el Nobel, de la remodelación efectuada a principios de siglo de la plaza de la Aduana Vieja, en los aledaños de la Puerta del Sol, con la que se comunica a través de la populosa calle de Carretas.La Delegación de Hacienda es un caserón de planta neoclásica construido en 1791 por el arquitecto José Ballina, y modificado en tiempos de Isabel II, bajo los auspicios del Banco de España. El edificio se cotistruyó para albergar la antigua Casa de los Gremios, poderosa institución constituida por los llamados cinco gremios mayores de la ciudad, los mercaderes de seda, paño, lienzos, especiería o droguería y quincallería o joyería, que tenían sus comercios en el entorno de la plaza Mayor.
Los numerosos establecimientos al por mayor dedicados al ramo de la confección de moda que se abren en la zona, pese a sus modernos rótulos, frecuentemente italianizantes o anglófilos, son herederos de esta antigua tradición gremial. También la encallecida y obesa hetaira que increpa con insolencia a los escasos transeúntes que atraviesan la plaza por no reparar en sus ajados atributos, tiene ciertos derechos consuetudinarios para posar como cariátide suplementaria en este frontispicio de la Casa de los Gremios, al ser el suyo, según la tradición, el más viejo del mundo.
Encrucijada de siglos y de atmósferas, en el ángulo opuesto de la plaza rebulleron orondas y radiantes, en la última semana del año, envueltas en sus mejores pieles y luciendo su más engañosa bisutería, satisfechas matronas que acudían a la cita con Isabel Pantoja en el teatro Calderón. Diez años después se llamaba el nuevo espectáculo de la no menos oronda diosa de la copla, 10 años después del trágico, emblemático y sangriento suceso que causó su viudez y su inmediata ascensión a los paganos altares donde conviven desde siglos el folclor y la tauromaquia. Diez años y un día, pues la artista decidió aplazar su esperada comparecencia y no se presentó el día del estreno, causando la desesperación de sus emperifolladas partidarias, que se vieron compuestas y sin copla a las puertas del renacido teatro Calderón, coliseo salvado de un incierto destino por José Luis Moreno, ventrílocuo y empresario.
Un camarero sevillano que atiende la barra de Doñana, una cafetería ubicada frente al teatro, cuenta que fue tal la decepción de algunas de estas da mas, que habían viajado desde lejanos lugares para asistir al acontecimiento, que trocaron su fervor en cólera y protagonizaron una airada manifestación ante las taquillas, durante la cual se llegaron a proferir malsonantes epítetos y veladas amenazas contra la ausente, no faltando destructivos comentarios sobre las crecientes adiposidades de su rotunda anatomía.
Al teatro Calderón, que antes se llamó Odeón y estuvo en un tris de llamarse teatro Galdés, le achacan Répide y otros autores el contraste entre su majestuoso exterior y su incómodo aforo, demasiadas localidades para tan reducido espacio, aunque tal disonancia no choque a los ojos contemporáneos, habituados al enlatamiento característico de otros locales de espectáculos más. modernos y menos lujosos. Es un edificio espectacular consagrado al espectáculo, un lujoso decorado que se ideó para mostrar en su interior efímeras y engañosas decoraciones, telones y forillos pintados, evocadores de idílicos paraísos de revista o de zarzuela.
En la cafetería Doñana, la campechana cordialidad del personal compensa la incomodidad de pagar la consumición por adelantado, funesta y extranjerizante costumbre que entorpece el capricho espontáneo del cliente y anula las propinas. Entre la clientela y el personal de éste y otros bares de la zona se comenta la degradación ambiental y la inseguridad del entorno. Famélicas y anémicas prostitutas, estigmatizadas en plena juventud por las cicatrices de la heroína, y sus torvos compañeros de malandanzas desembocan como zombies de las penumbras de la calle de la Cruz. Pálidos fantasmas que se reúnen en un rincón de la plaza para consumar el autodestructivo ritual del pico o comentar las incidencias, truculencias, de su jornada. No es difícil que brote la violencia, o la torpe y, a menudo, brutal delincuencia, en este margen que se enquista en el corazón maltrecho de la ciudad.
El teatro Calderón levanta su artificiosa mole sobre los solares de un antiguo convento trinitario, del que solían partir hacia tierra de infieles los religiosos dedicados a la redención de cautivos, candidatos al martirio en los presidios de Argel, a manos de intolerantes fundamentalistas islámicos, tan intolerantes y tan fundamentalistas, probablemente, como sus homólogos cristianos del Santo Oficio. De su recuerdo queda, frente al teatro, haciendo ángulo con los multicines Ideal, un sencillo oratorio que, bajo la enseña trinitaria, cobija a la Real Congregación del Ave María, ropero y comedor de beneficencia en horarios que marca una sencilla placa en su fachada. Esta mínima presencia es cuanto ha sobrevivido de aquella histórica y caritativa fundación, cuyos orígenes se remontan a 1562, y del convento en el que vivió y murió el beato Simón de Rojas, y escribió sus sermones y sus opúsculos el padre trinitario Hortensio Félix Paravicino, orador y escritor sagrado que firmó sus obras con el seudónimo de Don Félix de Arteaga.
Una librería religiosa sigue dando testimonio de devota ilustración en el profano y sicalíptico entorno de una plaza que ha sido y es obligado lugar de. paso y refrigerio de coristas y vicetiples, vedettes y supervedettes, bailarines y caricatos, artistas y aficionados al género frívolo y al espectáculo folclórico. Una plaza irregular y desvertebrada, ágora y mentidero de ese paradójico casticismo madrileño que se nutre de lo foráneo y madrileñiza cuanto toca. Una plaza castigada, por sus muchos e inconfesables pecados, a ser asiento y almacén de autobuses urbanos, y pasto de voraces automóviles que la transitan en superficie o enterrados en los carriles del paso subterráneo.
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