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El discurso de la guerra

La reapertura de un proceso contra los GAL obliga a plantear de nuevo uno de los problemas cruciales de nuestro tiempo: la capacidad del Estado para responder a sus enemigos por medio del recurso a la fuerza. Desde Weber es un lugar común repetir que el Estado es aquella comunidad humana que reclama para sí con éxito el monopolio de la coacción física legítima. ¿Puede esa comunidad recurrir a la lógica de la guerra, que es la lógica de la liquidación del enemigo, para defenderse de un ataque armado que procede del interior, de su propio territorio? Sus enemigos no se plantean esta duda; si declaran la guerra al Estado y utilizan todos los medios a su alcance, asesinando a personas inocentes y provocando aten tados indiscriminados, es porque pretenden incitar al Estado a ese mismo tipo de acción violenta. Pero ¿puede el Estado hablar el mismo lenguaje que sus enemigos?La respuesta natural, la que más nos pide el cuerpo y más nos acerca al estado de naturaleza, es decir que sí: ojo por ojo y, si es posible, dos o diez ojos por cada uno. Esta es la lógica de los regímenes despóticos tradicionales y de las dictaduras de nuestro tiempo. Entonces, como ha escrito Bobbio, es la guerra civil, en la que no hay más razón que la fuerza ni más regla que el exterminio. Guerra de la que tuvimos aquí, no hace mucho tiempo, una experiencia decisiva y que querrían reanudar, ETA y sus cómplices, una verdadera guerra civil en la que el Estado recurriera a los mismos métodos que los terroristas, situándose así con ellos en un plano de igualdad.

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Pero la democracia es el más improbable resultado de una evolución natural. La democracia es producto de la voluntad de los ciudadanos de someter a la ley la violencia que el Estado concentra en sus manos y sin la que no hay sociedad posible. La democracia es la única forma de Estado en la que es imposible la guerra civil, pues toda guerra civil proclama con su sola presencia el fin del sometimiento de los titulares de la violencia al imperio de la ley. El Estado deja de ser democracia en el mismo momento en que acepta hallarse en guerra contra una parte de sus propios ciudadanos, aunque estos ciudadanos hayan declarado unilateralmente la guerra al Estado.

De ahí, el espanto que produce la idea de los GAL. No que haya sido una chapuza; no que de hacerlo, haya que hacerlo bien, con unidades de élite, sino, sencillamente, que no hay que hacerlo, que no se puede hacer. Sin duda, la Guardia Civil, la policía y el Ejército españoles han pagado un tremendo tributo a esa guerra que algunos les han declarado sin que ellos la buscaran, y será siempre un asombro para el historiador que unas fuerzas armadas que venían de una dictadura, y que atravesaron fuertes tensiones internas antes de aceptar la democracia, no hayan decidido tomarse la justicia por su mano y no nos hayan sumido a todos de nuevo en el estado de naturaleza.

Esta actitud contrasta sin embargo, con las declaraciones de algunos políticos que se embarcan de nuevo en el discurso de la guerra. Cuando se dice que los españoles pedían al Estado el uso de todos los medios a su alcance para acabar con el terrorismo o que los GAL no habrían existido sin ETA, se habla un lenguaje de legitimación de los GAL de idéntica naturaleza teórica y práctica que el de quienes legitiman los crímenes de ETA como expresión de la voluntad del pueblo vasco o como respuesta a la violencia del Estado. Y aun a costa de recordar cosas elementales, será preciso repetir serenamente que no; que los GAL no han existido porque los españoles lo hayan exigido o porque haya existido ETA, sino porque algunos se dejaron llevar por el lenguaje de la guerra que los enemigos del Estado pretendían imponer al conjunto de la sociedad y al mismo Estado. Que ese discurso no haya terminado por anegarnos es sólo una prueba de que la democracia, a pesar de todo, funciona.

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