2005: un nuevo milagro económico español
OLIVIER BLANCHAR y JUAN F. JIMENOLos autores realizan un ejercicio de imaginación y analizan la evolución económica española de aquí al año 2005.
Hace 10 años a principios de 1995, España tenía una tasa de paro superior al 20%. El crecimiento de la economía había sido insuficiente e inestable, siempre en peligro por tensiones inflacionistas. En aquellas fechas, muy poca gente creía que el problema del paro tuviera solución. Por un lado, había incrédulos que pensaban que la magnitud real del paro no era tan alta y achacaban, a las estadísticias oficiales una medición errónea del nivel de empleo; por otro lado, reinaba el pesimismo, y algunos pensaban, erróneamente, que la solución consistía en la oposición al progreso técnico y el reparto del trabajo. Por su parte, el Banco de España y los organismos internacionales recomendaban una desregulación del mercado de trabajo como unica alternativa.Hoy en día, en el año 2005, tras 10 años de crecimiento sostenido a una tasa anual del 5%, se han creado más de cuatro millones de puestos de trabajo y la tasa de paro ha disminuido hasta el 5%. Al mismo tiempo, los salarios reales han crecido al mismo ritmo que la productividad y son alrededor de un 15% superiores a lo que eran en 1994. La inflación permanece constante alrededor del 4%. El sistema de protección social está garantizado y la economía española es competitiva internacionalmente y genera suficiente empleo. Por toda Europa se habla del nuevo milagro español.
¿Cómo fue posible este milagro económico? En 1994, las condiciones fundamentales de la economía española eran más favorables de lo que lo habían sido en mucho tiempo. Desde finales de los ochenta, las tasas de beneficio eran superiores a las del resto de países de la OCDE. No había más obstáculos a la inversión que la incertidumbre sobre la evolución de los tipos de interés. Tras las devaluaciones de la peseta en 1992 y 1993, el tipo de cambio real se encontraba en un nivel favorable para las empresas exportadoras. El crecimiento previsible de la productividad, permitía el aumento de los salarios reales sin que disminuyeran las tasas de beneficio.
Sin embargo, existía un problema de coordinación que impedía que la economía creciera sustancialmente de forma sostenida. Por un lado, el Banco de España mantenía como único objetivo la estabilidad de los precios y llevaba a cabo una política monetaria restrictiva por temor a la inflación. Se creía que una reducción de los tipos de interés a corto plazo causaría una depreciación de la peseta, y, con la aceleración de la inflación resultante, que el tipo de cambio real y los tipos de interés a largo plazo no cambiarían sustancialmente. Dadas las rigideces del mercado de trabajo, está creencia era cierta. Como Consecuencia, los tipos de interés se mantenían en unos niveles que no permitían la expansión necesaria de la demanda para reducir el paro.
Los sindicatos, tras una reforma del mercado de trabajo que no había eliminado las rigideces de dicho mercado, se oponían a cualquier nueva modificación de la legislación laboral. A pesar de sucesivos cambios en la protección del empleo, el coste efectivo de los despidos por razones económicas de los trabajadores fijos era demasiado alto. El mercado de trabajo estaba segmentado entre trabajo fijo y trabajo temporal, lo cual era socialmente injusto y tenía consecuencias económicas negativas. No obstante, era cierto que, dada la alta tasa de paro y las escasas perspectivas de creación de empleo, la pérdida del puesto de trabajo era un problema grave para los trabajadores. Y los sindicatos temían que nuevos cambios en la legislación sobre protección al empleo se tradujeran en más despidos, cuando, en un momento de recuperación económica y tras la intensa destrucción de puestos de trabajo sufrida en 1992-1993, lo único que podía suceder era que la reducción de los costes de despido incentivara la contratación de trabajadores y eliminara la segmentación del mercado de trabajo. Por otra parte, la estructura de la negociación colectiva tenía un claro sesgo inflacionista, especialmente en aquellos años cuando se necesitaba en mayor grado una reasignación del factor trabajo como consecuencia de la apertura al comercio exterior y a los avances tecnológicos. Sin embargo, los empresarios no estaban dispuestos a pactar, la evolución salarial a nivel nacional con los sindicatos. Al fin y al cabo, en el año 1994, los salarios habían mostrado un comportamiento favorable.
Como en todo problema de coordinación, la falta de comunicación y de confianza entre los agentes implicados impedía que se realizaran las ventajas evidentes de una pacto mediante el cual dichos agentes alcanzaran sus objetivos respectivos, al mismo tiempo que la tasa de paro disminuyera significativamente. Años antes, a finales de los setenta Y principios de los ochenta, hubo pactos sociales en España, y a finales de los ochenta y principios de los noventa se ofrecieron nuevos pactos sociales, pidiendo concesiones a los sindicatos sin ofrecer mucho a cambio, salvo la promesa de que la mejora de la actividad aumentaría por sí sola el empleo. Sin embargo, a principios de 1995 era posible un verdadero pacto social del que todas las partes pudieran beneficiarse. Una reducción de los tipos de interés podía crear empleo. Con esta creación de empleo, los altos costes del despido por razones económicas no suponían una protección adicional de los trabajadores fijos, dado que no hay mejor protección del empleo que la creación sostenida de puestos de trabajo. La reducción de estos costes podía eliminar la segmentación del mercado, y, junto con un cambio en la estructura de la negociación colectiva, haría desaparecer las principales causas de la inflación. Las ganancias de productividad que se iban a obtener en años sucesivos se podían traducir en un aumento de los salarios reales. sin que las tasas de beneficio se tuvieran que reducir. Además, la desregulación de ciertas actividades que estaban protegidas, como las telecomunicaciones, los transportes, y ciertas actividades profesionales, podía permitir ganancias adicionales de productividad y una mayor capacidad de compra de los salarios. Así pues, los empresarios podían comprometerse a que los salarios reales, medidos, no en relación con el IPC, sino con el del factor del PIB, crecieran al mismo ritmo que la productividad. sin que se alteraran sus tasas de beneficio.
Afortunadamente, el acuerdo fue posible. En retrospectiva, la solución era sencilla. Todo lo que se necesitaba era el liderazgo y la visión de futuro necesarios para coordinar a todos los agentes sociales. El milagro se realizó, y España está hoy día, año 2005, entre los países más avanzados de la Unión Europea.
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