Ciudad precisa autor
Madrid no tiene aún 'su' escritor, pese a los numerosos intentos a lo largo de la historia
PEDRO SORELA, Toda ciudad tiene sus autores, como Londres tiene a Dickens, París a Balzac o San Petersburgo a Dostoievski. Los autores que han escrito de Madrid han sido en general satíricos como un verso de Quevedo, costumbristas como la falda de una verbenera o pesimistas como el día de difuntos en que Mariano José de Larra, tras un lúgubre recorrido de la ciudad, no pudo por menos que exclamar: "Aquí yace la esperanza".
Ninguno, sin embargo, se ha apropiado de la ciudad como lo hicieran Víctor Hugo con el París de Los miserables; Bulgakov, con el Moscú de El maestro y Margarita, o James Joyce, con el Dublín de Ulysses, en clásicos ejemplos. Y, sin embargo, algunos lo intentaron.
No es casualidad que Vélez de Guevara, uno de los primeros, eligiera a un diablejo simpático para mostrar al estudiante Cleofás Leandro Pérez Zambullo las tripas de esta Babilonia española: El diablo cojuelo, que se define a sí mismo como "las pulgas del infierno, la chisme, el enredo, la usura, la mohatra". Es ese díablejo, que trajo al mundo "la zarabanda, el déligo, la chacona, el bullicuzcuz, las cosquillas de la capona", y muchas más cosas, el que, desde la atalaya del capitel de San Salvador, muestra al estudiante que le ha salvado de una jaula para papagayos cómo es su ciudad. Para ello levanta sus tejados con la facilidad de un abrelatas. El espectáculo merece el viaje.
Testigos
Si cada ciudad tiene sus autores, cada época también, hasta el extremo de que una visión clásica del escritor es la de ser testigo de la suya, y pobre del escritor a quien corresponda una época mediocre, y pobre el tiempo que no disponga de un autor, como sabían los reyes y emperadores que compraban poetas para que les cantaran ante la posteridad; rara vez con éxito, dicho sea de paso.
De los tiempos de paz, quizá sea el 98, cuando España se repliega en sí misma, el que convoca más literatura, con abundancia de títulos madrileños, como la famosa trilogía, de la vida de Baroja, La busca, La mala hierba y Aurora roja, además de sus obras con ambiente madrileño Camino de perfección (con un célebre atardecer), Las noches del Buen Retiro o El árbol de la ciencia.
Con todo, el escritor que quizá se asocie más con Madrid de todos ellos es el canario Benito Pérez Gáldós, autor de libros madrileños donde los haya, como Lo prohibido, que se desarrolla en el barrio de Salamanca; Nazarín, que empieza en una corrala, o Fortunata y Jacinta, extensa obra en la que es difícil elegir un pasaje madrileño, pues la ciudad es en sí misma uno de los principales personajes.
Así el que habla del verdadero Madrid: "No lo cambiaría Barbarita [Santa Cruz, su piso en el barrio de la Puerta del Sol] por ninguno de los modernos hoteles donde todo se vuelve escaleras y están además abiertos a los cuatro vientos".
"Allí tenía número sobrado de habitaciones, todas en un solo andar desde el salón hasta la cocina. Ni trocara tampoco su barrio, aquel riñón de Madrid, en que había nacido, por ninguno de los caseríos flamantes que gozan de más ventilados y alegres".
"Por más que dijeran el barrio de Salamanca es campo... Tan apegada era la buena señora al terruño de su arrabal nativo, que para ella no vivía en Madrid quien no oyera por las mañanas el ruido cóncavo de las cubas de los aguadores en la fuente de Pontejos; quien no sintiera por mañana y tarde la batahola que arman los coches correos; quien no recibiera a todas horas el hálito tenderil de la calle de Postas y no escuchara por Navidad los zambombazos y panderetazos de la plazuela de Santa Cruz; quien no oyera las campanadas del reloj de la Casa de Correos tan claras como si estuvieran dentro de la casa; quien no viera pasar a los cobradores del Banco cargados de dinero y a los carteros salir en procesión".
Menos conocido, más fronterizo y experimental, es el Madrid de Ramón Gómez de la Serna, que en La Nardo recoge así un diálogo entre mujeres del Rastro: "¿Ha oído usted, Rosario? Dan sesenta pesetas por limpiar el Cascorro".
En aquellos andurriales, en los que la ciudad se derrumbaba en el río, la plaza de Cascorro tenía una gran importancia y muchas veces le señalaban diciendo: "Allí donde está el cacho de héroe".
"A ese señor no hace falta que le limpien... Ya le limpiará el Ayuntamiento"
"No, señora... Es que pagan a la que se suba y lo limpie mejor".
También en esa época se escribió, probablemente, la mayor cantidad de historia o sociología literaria de la literatura española. Abundan los testimonios sobre los escritores en Madrid, y entre ellos destacan los de Corpus Barga, que en sus memorias, Los pasos contados, evoca la casa de los Baroja: "La familia Baroja me da cada vez más la impresión de ser una familia aparte, no se la puede clasificar como a las demás de Madrid; no pertenece a la clase media, ni a la alta, ni a la baja. No sigue los usos y costumbres de la sociedad madrileña, parece una familia extranjera (Carmencita podía ser irlandesa) o, mejor, cosmopolita -y al mismo tiempo aldeana: las alpargátas, los moños, las boinas-".
"Habitando en un piso alquilado como todas las familias madrileñas de su posición, en una casa entera y propia, como las familias aristocráticas en sus caserones o palacios; pero la casa de la familia Baroja no tiene nada dé palatina si no es ese león de materia pobre situado al pie de la escalera".
"En el piso bajo han puesto su panadería, que me extrañaba tanto de niño, cuando su panadería estaba en mi barrio, el de las Descalzas Reales, en la calle de la Misericordia, en la casa de los capellanes,, con un escaparate en el que no había más que un pan, pero un pan como no se encontraba en ninguna otra panadería de Madrid, un pan alargado, dorado y brillante, el pan de Viena". Como en todas las generaciones, terminología académica, algunos de los clasificados se extrañaban de la etiqueta.
Ya nadie con mayor razón que Valle-Inclán, que con el tiempo se va individualizando como ejemplar único, entre otras cosas por Luces de bohemia, máxima realización de un género por él inventado, el esperpento. En esa obra de teatro, Valle Inclán proponía un Madrid que, como en su famosa definición, era la realidad vista en un espejo cóncavo.
Por ejemplo, la escena quinta: "Zaguán en el Ministerio de la Gobernación. Estantería con le gajos. Bancos al filo de la pared. Mesa con carpetas de badana mugrienta. Aire de cueva y olor frío de tabaco rancio. Guardias soñolientos. Policías de la secreta. Hongos, garrotes, cuellos de celuloide, grandes sortijas, lunares rizosos y flamentos. Hay un viejo chabacano -bisoñé y mang uitos de percalina- que escribe, y un pollo chulapón de peinado reluciente, con brisas de perfumería, que se pasea y dicta humeando un veguero. Don Serafin, le dicen sus obligados, y la voz de la calle, Serafín el bonito. Leve tumulto. Dando voces, la cabeza desnuda, humorista y lunático, irrumpe Max Estrella. Don Latino le guía por la manga, implorante y suspirante"."Detrás asoman los cascos de los guardias. Y en el corredor se agrupan, bajo la luz de una candileja, pipas, chalinas y melenas del modernismo".
"Max Estrella. ¡Traigo detenida una pareja de guindillas! Estaban emborrachándose en una tasca y los hice salir a darme escolta.
Serafín el bonito. Corrección, señor mío.
Max. No falto a ella, señor delegado.
Serafin el bonito. Inspector.
Max. Todo es uno y lo mismo.
Serafín el bonito. ¿Cómo se llama usted?
Max. Mi nombre es Máximo Estrella. Mi seudónimo, Mala Estrella. Tengo el honor de no ser académico.
Serafín el bonito. Está usted propasándose. Guardias, ¿por qué viene detenido?
Un guardia. Por escándalo en la vía pública y gritos internacionales. ¡Está algo briago!
Serafín el bonito. ¿Su profesión?
Max. Cesante.
Serafín el bonito. ¿En qué oficina ha servido usted?
Max. En ninguna.
Serafín el bonito. ¿No ha dicho usted que cesante?
Max. Cesante de hombre libre y pájaro cantor. ¿No me veo vejado, vilipendiado, encarcelado, cacheado e interrogado?
Serafín el bonito. ¿Dónde vive usted?
Max. Bastardillos. Esquina a San Cosme. Palacio.
Un guindilla. Diga usted casa de vecinos. Mi señora, cuando aun no lo era, habitó un sotabanco de esa susodicha finca.
Max. Donde yo vivo siempre es un palacio.
El guindilla. No lo sabía.
Max. Porque tú, gusano burocrático, no sabes nada. ¡Ni soñar!"
Ahora
La novela urbana es una de las grandes corrientes que, según los críticos, dibujan la nueva novela española. En efecto, no pocas de las narraciones escritas en España en los últimos tres lustros se desarrollan en las ciudades de Barcelona o Madrid, dentro de corrientes más amplias de recuperación, y aun mitificación, de estas ciudades.
La lista sería numerosa y no exhaustiva, y en cualquier caso no significativa a los efectos de este reportaje, pues rara vez el lugar, la ciudad, ocupa un lugar primordial.
Salvo en un caso: la novela Octubre, octubre, de José Luis Sampedro, en la que este andarín y veterano explorador de la ciudad intentó un desafío que le tomó 19 años de esfuerzo. En él, Madrid recorre la novela como las redes de un metro. Numerosas obras de autores contemporáneos se desarrollan en Madrid -Juan Madrid en la novela policiaca, Juan José Millás en la literaria, Ángel Mañas en la de escándalo..., pero aun así Madrid todavía no se puede asociar a un escritor que la haya convertido en su sinónimo.
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