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Remedios para manirrotos

Aunque la democracia es el menos malo de los sistemas de gobierno, no por eso deja de ser un régimen plagado de defectos. El sistema electoral recompensa la demagogia de los políticos, induciéndoles a engañar a la población y a ofrecer más de lo que pueden dar. El político veraz, que pretenda ejercer una acción pedagógica ilustrada, tiene pocas posibilidades de ganar las elecciones. No nos gusta escuchar que la única manera de adelgazar consiste en comer menos y hacer más gimnasia; preferimos las píldoras mágicas del charlatán, que nos promete adelgazar sin esfuerzo. No votamos al que nos dice la verdad, sino al que nos dice lo que queremos oír, aunque sea mentira. Lo que pasa es que, al final, acabamos tan hartos de ser constantemente engañados, que ya no creemos a ningún miembro de la clase política.Uno de los vicios más patentes de los políticos es su ilimitada tendencia a gastar y despilfarrar desaforadamente. Da igual que sean de derechas o de izquierdas, autonómicos o nacionales, en cuanto llegan a las poltronas del poder se muestran extremadamente rumbosos y generosos con el dinero de los demás, y gastan y dilapidan por encima de cualquier mesura.

Aunque en España la presión fiscal ha aumentado extraordinariamente en los últimos años, proporcionando a las administraciones públicas ingentes nuevos recursos, la deuda pública, en vez de disminuir, no ha hecho sino aumentar (del 20% del PIB en 1980 al 60% en 1994). No sólo nos exprimen como limones, sino que empeñan nuestro futuro. No contentos con sacamos del bolsillo un porcentaje de nuestros ingresos mucho mayor de el que los señores feudales de horca y cuchillo extraían de los siervos de la gleba, los políticos -como los jugadores compulsivos- son incapaces de retenerse, y siempre gastan por encima de sus posibilidades. Cualquier familia estaría ya en la cárcel y cualquier, empresa en la quiebra si siguiese las mismas pautas de conducta.

Los políticos manirrotos justifican su alegre prodigalidad con el argumento de que es inevitable. El déficit monstruoso que constantemente generan, y que pesa como una losa sobre la economía y la vitalidad del país, sería como una catástrofe natural, como una maldición bíblica sin remedio ante la que sólo cabría la resignación. "Es muy dificil recortar el gasto público" -nos dicen en tono compungido- Pues bien, no es tan difícil. He aquí algunas sugerencias y remedios para manirrotos apoltronados.

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Cuando una gran empresa pierde el sentido de la realidad y comienza a gastar mucho más de lo que ingresa, los accionistas -ante la inminencia de la ruina- ponen a su frente a un director implacable (un axman u "hombre del hacha"), que descuartiza la empresa y vende, reduce o liquida sus divisiones menos esenciales, hasta dejarla reducida a los huesos, pero saneada y viable de nuevo. Es el duro oficio que le ha tocado practicar, por ejemplo, a Gerster en IBM. Los ciudadanos, que somos los accionistas de esa empresa de todos que es el Estado, deberíamos exigir niveles similares de eficacia.

Desde luego habría que recortar muchos presuntos gastos sociales, como los que nos llevan a tener más inválidos permanentes que Yugoslavia, pero no voy a insistir sobre este punto. Obviamente habría que aplicar el torniquete a la sangría que representan las continuas transferencias billonarias a las empresas públicas deficitarias. Si hubiéramos cerrado esas empresas hace veinte años y hubiéramos metido las correspondientes subvenciones en una hucha, ahora seríamos uno de los países más ricos del mundo; como mínimo, careceríamos de deuda pública y podríamos o bien bajar los impuestos o bien dedicar su importe a cosas más divertidas que a pagar los intereses de la deuda.

Además de los recortes mencionados, hay otros muchos remedios basados en la supresión de estructuras e instituciones innecesarias, de los que se habla menos.

La Unión Europea ha generado una burocracia hipertrófica y costosa, donde la presión de cada país por meter a sus propios enchufados ha primado sobre cualquier principio de economía. Su función principal (bajo el epígrafe de política agrícola común) consiste en gastar cantidades billonarias para que los europeos gocemos del dudoso privilegio de comprar la comida a un precio muy superior al del mercado mundial. Eliminando esa perversa política, no sólo nos ahorraríamos ingentes cantidades de dinero público, sino que nuestro nivel de vida subiría (al resultar más barata la cesta de la compra) y ayudaríamos al Tercer Mundo de un modo mucho más eficiente que mediante las limosnas de la ayuda al desarrollo. También se podrían reducir costes de la UE suprimiendo, por ejemplo, la locura de las constantes traducciones de todos los documentos y conferencias a todas las lenguas, que sólo genera gastos y complicaciones, sin beneficio para nadie salvo para los prejuicios nacionalistas. Yo, desde luego, prefiero pagar menos impuestos,aunque los burócratas de Bruselas hablen sólo en inglés.

La UE tiene también posibilidades positivas no explotadas. ¿Por qué mantener representaciones diplomáticas independientes de cada país de la Unión? Una sola embajada de un país de la UE podría representar a todos los demás. Por ejemplo, la embajada española podría asumir esa representación en Hispanoamérica, la portuguesa en Brasil, la británica en Estados Unidos y la India, la francesa en África, la alemana en Rusia, etcétera. Con esto cada país podría prescindir de la mayor parte de sus diplomáticos y vender la mayor parte de sus edificios en el extranjero, con el consiguiente ahorro.

Desde la instauración de la democracia en España los políticos andan dando vueltas al hecho evidente de que el Senado no sirve para nada. Algunos proponen reformarlo, convirtiéndolo en una Cámara territorial, aunque sin explicar quién necesita una Cámara territorial. Es curioso (y típico de la clase política) que nadie sugiera la solución más sencilla y barata. En vez de reformarlo, ¿por qué no suprimir el Senado?

En los últimos 15 años, mientras el empleo productivo ha caído en picado, el número de funcionarios ha aumentado a más del doble. Mientras la iniciativa empresarial se ha adormecido, los organismos e instituciones públicos se han multiplicado como setas y han proporcionado todo tipo de prebendas a los amiguetes de los políticos. Muchas de esas instituciones son perfectamente prescindibles, pero nadie se atreve a suprimirlas.

Los gobernantes del centro y de la periferia discuten el reparto de competencias y dineros entre el Ministerio de Cultura y las consejerías de Cultura de las autonomías. Lo mejor para la cultura sería suprimir tanto el ministerio como las consejerías. La cultura no necesita burócratas que la tutelen ni políticos que le impongan sus preferencias y favoritismos. A la boyante cultura norteamericana no le sienta nada mal la ausencia de mandamases culturales a nivel estatal y federal. Si los políticos quieren ayudar al libro, por ejemplo, que supriman los impuestos que lo gravan. Para eso no hace falta crear organismos ni canonjías.

Los ejemplos no acabarían nunca. ¿para qué necesitamos (¡Dios santo!) diez canales públicos de televisión en este país, canales superfluos, pues se limitan a transmitir las mismas películas, partidos de fútbol y concursos, que los privados? ¿Por qué los no creyentes hemos de pagar con nuestros impuestos a la Iglesia católica? Está bien que paguemos a los políticos que elegimos para que nos representen, pero ¿a cuento de qué nos obligan a los no afiliados a sufragar los delirios organizativos y publicitarios de los partidos?

Un último remedio para manirrotos. Los directivos de las empresas bien organizadas cobran en función de sus resultados. ¿Por qué no introducir los incentivos en la remuneración de los responsables públicos? Por ejemplo el presidente del Gobierno, el ministro de Hacienda y el goberinador del Banco de España no deberían cobrar un sueldo fijo, sino una cantidad variable según que se alcancen o no los objetivos de déficit e inflación anunciados. Si la inflación o el déficit superan el objetivo previsto no deberían cobrar nada. Si la inflación y el déficit se reducen más de lo previsto, deberían cobrar mucho más que ahora (por ejemplo, 500 millones). Para hacerse ricos, no necesitarían recurrir a la corrupción, bastaría con que pusieran nuestra casa pública en orden. Algo parecido debería ocurrir con los presidentes y consejeros de Economía de las comunidades autónomas. Seguro que hasta a los manirrotos más empedernidos les surtiría efecto este cóctel de jarabe de palo y zanahoria.

Jesús Mosterín es filósofo.

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