Arroz con chocolate
Maquillemos la realidad; es conveniente y de bajo coste, como el meritorio cuidado femenino con los cabellos, el toque sutil en los labios, párpados y pestañas; vestir de seda a la mona, que siempre lucirá mejor. Ésta es la historia de una chamberilera que salió a conquistar el mundo y lo consiguió, así parece. Fue una típica Susana, primogénita del honrado cajista que ganaba para llegar con cuatro copas de más, concluida la tarea en la imprenta, digamos del diario Informaciones, quizás Pueblo o el Ya. Nació en aquellos tiempos ciertamente míseros de la posguerra civil, espigándose a fuerza del pan negro, los boniatos, la achicoria y alguna sospecha de margarina. Una espabilada y voluntariosa hija del pueblo de Madrid, clase menestrala.Se hizo a sí misma, lo que suele distar de la perfección y sus proximidades, vano empeño en el que somos parciales y sumamente tolerantes con el personaje que forjamos a golpe de esfuerzo y de éxitos, a menudo irreparables.
Hincó los codos para estudiar en la juventud lo que no le enseñaron en la niñez; empleó los codos para abrirse camino a través de una densa competencia con los hombres cuando la condición femenina era menos apreciada. Ahora pone el codo en la mesa para sorber el consomé y se ha ganado a pulso el derecho a que sus prójimos le bailen el agua, la sardana, la muñeira y el chotis. Regresó triunfante en buena lid a sus orígenes y ha plantado los reales en un chalé adosado en la sierra de Guadarrama. Bajá a la capital para recorrer con fruición los lugares inalcanzables de la adolescencia y tira de chequera en tiendas y librerías, para ornato del bien conservado cuerpo y amueblar el intelecto, como demuestra -dicho sea sin ánimo peyorativo- el vistoso espectáculo hogareño de la colección completa encuadernada de los premios Nobel: todos.
La conocí muy joven, voluntariosa y llena de curiosidad. El tiempo ha pasado sobre ella con mucha deferencia; sabe o cree saber de todo y exuda aplomo con ribetes impertinentes. La invité a almorzar en mi casa, que es el restaurante de fiar acorde con la estilizada economía de guerra en que vivo. Propuesta una pepitoria de gallina y arroz -especialidad de la benemérita asistenta que me cuida tres días a la semana-, nos dispusimos a dar cuenta del condumio, en su justo punto y medida, como otras veces.
Pero, ¡ah!, detectó algo que a mi modesto paladar enriquecía la sabrosura: el toque liviano y discreto de unos trocitos de calamar cocido. "¡Nunca tomo pescado!", exclamó apartando el plato, como si fuera de general conocimiento. Con amabilidad preguntó si le podían preparar un simple huevo frito. Advertí la consternación de la eventual marmitona y encargué que le frieran un huevo a la señora. Ya nada fue igual, como se dice en algunas novelas. Me vino en recuerdo.
Hace casi 50 años, el escritor, diplomático y amigo Enrique Llovet disfrutó de la legendaria hospitalidad de un cultivado sibarita, a quien también tuve ocasión de tratar. Ullein Rewisztky, embajador, político y enormemente rico, llegó a un alto cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores húngaro -creo que terminó ahorcado en el larguero de una portería de fútbol, por colaboracionista-; se vanagloriaba de su cocinero británico, un cordon bleu que conservó bajo el dominio nazi. Ofreció al invitado español una prueba de aquella maestría, un plato típico español. Todo perfecto: hizo traer langostinos del Báltico -que caía más cerca- y cuantos ingredientes ortodoxos conforman la paella valenciana. Salvo que el arroz venía cubierto por una fina y refinada capa de chocolate.
Quizás los nervios traicionaron durante unos segundos al ilustre huésped, síntoma que no pasó inadvertido al anfitrión, quien a los postres indagó: "¿No estaba bien hecha, a la española?". "Sí -respondió cortésmente nuestro compatriota-. Muy buena, aunque confieso que es la primera vez que la tomo con chocolate". Más o menos así, aunque supongo que Enrique lo habrá ya relatado, y mucho mejor.
El superchef fue traído a capítulo; cuestionado su prestigio profesional exhibió la receta: "Agua, una jícara por persona", y la traducción literal del inglés: "Jícara: chocolate cup".
Tentado estuve de contarle esta historia a la melindrosa amiga, a quien en tiempos -explicó- le sentó mal un congrio defectuosamente conservado. El dogmatismo de los triunfadores pasó por encima de un plato cocinado con esmero. Por ese dengue nunca volverá a mis modestos manteles. Dirigí una contrita mirada a la sorprendida guisadora, y para compensar el desdeñado esfuerzo me vi obligado a repetir, lo que sentó como un tiro a mi estómago, que no es ni sombra de su pasado. Ya no tiene uno edad ni ganas de dar lecciones.
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