Moral literatura
A un escritor le está vedado hablar de los premios literarios que concede cada año el Estado, a través de su Ministerio de Cultura. Si habla en contra, sin haber obtenido ninguno de ellos, puede pensarse que lo hace por resentimiento, o, lo que es peor, si los critica, habiéndolos obtenido, se creerá que es un desagradecido, un maleducado o un orgulloso (o las tres cosas juntas), de la misma manera que si habla bien, en ese mismo supuesto, podrían sospechar que trata de adular a quienes se lo concedieron. Ésa es la razón, quiero creer, por la cual los escritores procuran no manifestar en público que estos premios literarios son sencillamente una indecente moralidad. No ya que sean una inmoralidad, sino lo que es peor aún, una moralidad indecente, hipócrita y banal.La cuestión no estriba, como suponen muchos, en conocer el nombre de todos los escritores a los que no se ha premiado en los últimos 25 años para darse cuenta de que tales galardones son injustos. Muchos de los que los obtuvieron contaban incluso con méritos sobrados para ello. No es cuestión tampoco, como supone la ministra, de corregir la dirección y calado de esas prebendas que concede su ministerio. No. Mientras existan tales premios, siempre habrá escritores que se queden sin ellos. Incluso más. Mientras existan, podrán utilizarse no ya para concedérselos a tal o cual novelista o a tal o cual poeta o ensayista. Los jurados pueden y suelen llegar a una perversidad más sutil y reunirse no tanto para concederlo a alguien, sino para quitárselo a otro. Un caso como el de Bergamín o, más recientemente, el de Rosa Chacel, sólo podría ser entendido como una pertinaz sustracción, como una desvergonzada afrenta. De ahí que la única manera de corregir tales premios sea, dicho de una manera vagamente jacobina, suprimirlos. Muerto el perro se acabó la rabia.
Los premios del Estado (nacionales, de las letras o el mismo Cervantes) no son injustos porque no se hayan concedido a éste o al otro, o porque lleguen tarde (como ha declarado Boadella o, creo recordar, hace tiempo, el mismo Torrente Ballester, a los que seguramente asistía la razón y una buena dosis de vanidad). Lo son, sencillamente, por naturaleza. El Estado tiene por cometido regular el comportamiento de todas las personas que lo integran y amparar sus necesidades por igual. Eso es un Estado democrático. Vemos lógico que el Estado construya carreteras para todo el mundo y que en la Seguridad Social se atienda a quien lo solicita, sin discriminación. Nos parecería una aberración que el Estado, por ejemplo, decidiera sobre quiénes pueden hacer uso de la autovía y quiénes están condenados a transitar las carreteras comarcales de por vida o a no salir de casa. En cierto modo eso es un premio: la capacidad de poner a alguien en una autopista. Así lo entendemos cuando escuchamos que tales premios lanzan a alguien o que tal o tal escritor, tras recibirlos, está imparable o en órbita, sin considerar que en literatura lo importante no es llegar antes, sino ir más lejos (el paso, la andadura es lo de menos), pero esto nos llevaría a otras consideraciones por ahora impertinentes.
Decíamos, pues, que sería una aberración que el Estado discriminara sobre el uso de las carreteras, pero aplaudimos en cambio cuando ese mismo Estado decide que sea éste, frente a todos los demás, el declarado merecedor de un premio que le destaca por encima de[ resto de sus colegas. Mientras el Estado no pueda premiar a todos sus escritores, no tiene derecho a premiar a ninguno. Que lo haga por razones sociales, propagandistas, de imagen u otras (es muy difícil conocer lo que el Estado piensa), es una cuestión secundaria.
¿Cómo veríamos que el Estado manifestara públicamente, a través de su Ministerio de Comercio, que esta marca de vinos es mejor que. aquella otra? ¿Cómo lo verían, sobre todo, los propios vinateros? Eso mismo ocurre con la literatura. Cada año el Estado, a través del Ministerio de Cultura y con el concurso de jurados más o menos avisados o desavisados, decide que esa novela es mejor que todas las demás. No lo dice expresamente, pero lo da a entender y así lo entienden súbditos y vasallos. Por si fuera poco, se da añadida una circunstancia que hace de estos premios algo más chusco aún: se les hace testigos a los escritores de ver que: con el dinero de sus impuestos; se premia a un colega, a cuyas; obras, a consecuencia del premio, se las dará un trato comercial de favor en librerías, y a él mismo una consideración especial en el mercado literario (conferencias, simposios, etcétera), en lo que podríamos llamar un ejercicio perfecto de competencia desleal.
Desde luego los funcionarios del Estado no estarán de acuerdo con ninguna de estas opiniones y creerán ponerse a salvo, sacándoselo de la manga, como los tahúres tramposos, el as de los jurados. Los premios, nos aseguran, no los elige el Ministerio de Cultura, sino un jurado independiente. ¿Pero quién elige el jurado, quién decide, por ejemplo, que en el jurado de los premios nacionales se sienten ésos y no otros? Es como creer que un jurado será imparcial en un juicio sobre robo de caballos, sin explicar que tal jurado lo ha elegido personalmente el señor Lynch. De ahí que no es nada exagerado sostener que nuestro ministerio es el Lynch de la literatura. Bastaría cambiar un jurado para que el premio fuese uno u otro. Y jurados, si puede hablarse así, competentes. Pero el problema tampoco son los jurados.
A menudo tratan de equipararse los premios que otorgan instituciones privadas, editoriales en su mayor parte, con los que conceden las instancias del Estado, autonomías, ayuntamientos y diputaciones, lo cual es un disparate. Mientras una empresa privada tiene derecho a gastarse su dinero en los premios que quiera y de la manera que quiera (ésa es la ley de mercado que ampara este Estado democrático), no hay una sola razón ni una sola ley que justifique y legitime que el Estado o las administraciones públicas hagan uso del dinero de todos en beneficio de unos pocos. Una empresa privada, una editorial, por ejemplo, puede incluso manipular a un jurado. Está en su derecho, aunque quede en entredicho su moralidad, o mejor, su amoralidad. Para tal editorial ese premio no sería diferente de una operación comercial, como cuando un fabricante de colchones asegura en su publicidad que su producto es el mejor del mercado. Cuando el Estado dice que tal libro o tal autor es mejor que otros, está ejerciendo una moralidad indecente, pues no hay una ley que se lo permita, una moralidad hipócrita, porque sabe que eso es así, y una moralidad banal, porque al final no consigue nada con ello: el escritor malo que premie se olvidará al poco tiempo y el buen escritor, al que castigó con su olvido o su rechazo, pervivirá siglos.
Todas estas cosas que se dicen son tan de Perogrullo que no hay un solo escritor que no las suscriba. ¿Por qué razón, pues, cuando se le concede a uno de ellos un premio lo acepta (en general) y no lo rechaza? Sin duda porque los escritores son sensatos y en el fondo, sí, humildes. Hacen bien aceptándolos. Incluso diría que es su deber. ¿Por qué razón? Porque un escritor sabe que rechazándolo sería aún más injusto que recibiéndolo.- La vanidad de ese rechazo sena siempre superior al orgullo de aceptarlo, y mucho mayor el ruido, el escándalo, la batahola que produciría su salida de escena. Los mutis deben ser silenciosos y un escritor de verdad ha de tender al silencio. Por eso, por silencio, debería aceptar algo que sabe injusto, incluso algo que le repugna moralmente. Al Estado, si en verdad le preocupa como dice la literatura y los escritores, sólo le queda, si aún conserva algo de decencia moral, suprimir esos premios que al final no son más que una manera desdichada. de confundir la literatura con una cantina en la que se puede entrar como los forajidos, pegando tiros a diestro y siniestro y gritando: ¡Viva la juerga!, sin saber si los que estaban allí pacíficamente tienen ganas de ella.
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