Inseguridad mental
La inseguridad mental crece con la incertidumbre, a medida que se alarga la lista de preguntas que se van quedando sin respuesta. Y con lo difícil que se ha puesto soportar la incertidumbre, están en alza las falsas certezas. Fundamentalismos variopintos, recursos a la violencia verbal, descalificación de Europa, de Occidente, de la economía de mercado, rabia contra el Gobierno y contra su aliado catalán, o contra la oposición, sus ayudantes mediáticos y sus métodos de acoso. Un sinfín de reacciones disparatadas que, como el alcohol en la conducción, aumentan si no el riesgo de accidentes graves sí el número de incidentes desagradables. ¿Peligrosos también? Pregunta sin respuesta.La inseguridad mental es característica inevitable de un tiempo que ha sustituido ideologías y métodos por complejidades de imposible análisis sistemático. La razón está encontrando sus límites. Se difumina la relación entre los objetivos y las estrategias para conseguirlos. Tal vez lo mejor que se puede intentar, por lo menos en el territorio de la cosa pública, es convivir con la inseguridad sin dejarse avasallar por ella y pegarse lo más posible a la realidad. Algo así como un pragmatismo alicorto.
Pero no todos parecen estar de acuerdo con una posición tan prosaica. En un país que todavía tiende a las soluciones (drásticas, la tentación de la irracionalidad es muy difícil de evitar. Y como todo el mundo confía, aunque no lo diga, en la solidez del Estado y en la madurez de la sociedad, mejor dicho en el deseo de estabilidad a toda costa que impregna la sociedad, los catalanistas, la derecha de Aznar apostó por una política económica muy parecida a la actual, aceptó la profundización del Estado de las autonomías y generó un discurso de europeísmo y modernidad en coincidencia con el principio del ciclo alcista de la economía. Los grandes casos de corrupción serían cosa de un pasado que no desestabiliza ni genera desconfianza, y amansa a una oposición socialista que se dedica a adecentar y reformar su propia casa apra presentarse de nuevo como alternativa viable. Nadie se molesta en crispar el país. Los políticos y los intelectuales de derechas aprovechan la ocasión para centrarse un poco, empujados por el afán de mantenerse algún tiempo en el mando. El resto se dedica a intentar que el Estado y el poder político, transformados en enemigos potenciales, pesen un poco menos sobre el pensamiento y la cultura. Felipe González se hubiera trasladado a Europa y el PSOE recuperaría un discurso algo más a la izquierda, pero siguiendo con el ojo puesto en el centro. ¿Se podría soñar en una arcadia mejor? Dos grandes partidos de centro, una España que avanza hacia la vertebración de sus componentes, un nuevo despegue económico mucho menos comprometido por tensiones políticas.
No hay forma de rectificar el pasado, claro, pero no se puede: negar que las cosas podrían haber funcionado de otra manera, que es posible imaginar bastantes situaciones mejores para el presente -y también algunas peores, aunque no demasiadas-. Comparada con los buenos deseos, la realidad es siempre decepcionante, aunque unas veces menos que otras.
Imaginemos ahora, siguiendo con estos ejercicios aparentemente escapistas, que los elementos más preocupantes del presente llegan a imponerse. El Gobierno no consigue recuperar la confianza, van apareciendo nuevos casos de corrupción -verdaderos o apañados, tanto da-, el PSOE se da un tremendo batacazo en las municipales, pero se aferra al poder apoyado desde Cataluña por un nacionalismo cuya principal motivación es el temor de la mayoría absoluta de una derecha que cada día responde mejor a su peor tradición. El consenso entre los amplios sectores de la opinión que siempre se han inclinado ante Felipe González se refugia asimismo en el contraargumento de que con Aznar sería peor. La crispación del PP y su entorno sigue subiendo, alimentada por la frustración de quien acaricia, la manzana del poder y no consigue hincarle el diente. La izquierda de Anguita no piensa en nada más que en anticipar unas elecciones que los sondeos le anuncian favorables. La evolución negativa del debate llega a tal punto que resulta imposible reunir en una misma mesa a tertulianos de distinto signo, porque resulta una pérdida de tiempo dialogar con los que, al parecer de cada bando, se han descalificado como interlocutores. Algunos empiezan a llegar a las manos.
En un contexto así, las actitudes fundamentalistas avanzarían como si fueran sectas mentales: para unos, el futuro se reduciría al beatífico 0,7%. Otros -progres frustrados porque no han sabido reciclar- inventan un nuevo muro de Berlín, levantado según ellos por los taimados Gobiernos de la Unión Europea para condenar a los del Este a la eterna pobreza. No pocos encuentran la paz en el rancio nacionalismo español que ahora tiene al catalán por enemigo, no se sabe si exterior o interior. Desde Barcelona, Eugenio Trías redescubre el espíritu como fundamento de todas las cosas y propone en estas páginas que los filósofos se vuelvan profetas. Parece que muchos le hacen caso, porque nunca había habido tantas casandras en España. Se grita tanto que de las palabras más sensatas sólo se oye el ruido.
Pues bien, incluso en una situación de este tipo, que puede estar a la vuelta de la esquina, los datos de la recuperación económica se negarían. a cambiar de signo. Bruselas y la Unión Europea seguirían en su sitio, el Norte marcando el rumbo del Sur. Confrontación política y mediática, sí, pero en ningún caso civil. Por un lado, la política y la opinión pública, que es la publicada, en un estado permanente de alta tensión. Por otro, una sociedad harta de tanta confusión, pero que se niega a dejarse arrastrar. Mal pese a gran parte de las élites, la verdad es que España avanza en profundidad, aunque retroceda por arriba. La sociedad no ha hecho nada para merecer esto. Al contrario, se ha fortalecido bastante como para sufrir, de momento sin alterarse, la inseguridad mental que en la superficie lucen la política, la opinión y el pensamiento.
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