Ansias de orden
EL SEVERO revolcón que ha sufrido el presidente nortemericano, Bill Clinton, en las elecciones de noviembre se explica en gran parte con el desencante, de la opinión pública con un líder al que se percibe como irresoluto, un tanto caótico, casi pato lógicamente dado al compromiso y poco efectivo en el área interior, que es la que preocupa al electorado. Los norteamericanos han volcado su voto hacia el Partido Republicano. Éste controla ahora 30 Estados y tiene mayorías en ambas cámaras legislativas.Ha sido una clara y contundente respuesta contra la falta de resolución en la puesta en práctica de esa nueva versión del new deal o contrato social que propuso Clinton en su campaña a la presidencia. Pero más allá de la victoria republicana como tal es significativa la filiación política de buena parte de esos nuevos elegidos republicanos, y, en particular, de algunos de sus líderes, como el más que probable nuevo speaker -presidente- de la Cámara, Newt Gingrich. Esta falange de neoelectos constituye el bloque más conservador que ha compuesto la mayoría en las cámaras norteamericanas desde hace muchas décadas. Se habla ya de una contrarrevolución conservadora.
Efectivamente, los triunfadores hablan ya de una decidida acción de las cámaras en contra del exceso de Gobierno, del intervencionismo estatal, del establecimiento de la oración matinal obligatoria en las escuelas y, especialmente Gingrich, de una moralización de la vida pública con todos sus aspectos de cruzada contra los homosexuales, contra los inmigrantes, contra el aborto.
Todo esto tiene, además, un fuerte relente de fundamentalismo protestante, tele-evangelista, de los cristianos vueltos a nacer, como se denominan a sí mismos, que no son sino una de las mil caras de la intolerancia, de la imposición de unos valores, en principio legítimos como opción personal y privada, pero que no pueden ser considerados de obligatoria aplicación universal.
No obstante, una cosa es admitir que ha habido un vuelco político y otra dar por sentado que la gran mayoría de los norteamericanos -sólo un 38% del electorado votó en noviembre- asume la totalidad de ese programa conservador. Clinton va a tener un resto de presidencia muy difícil, con dificultades enormes para realizar su por lo demás confuso programa legislativo. Ya ha surgido un movimiento en el Partido Demócrata para que no sea su candidato en 1996. Pero no se puede por eso certificar que la opinión norteamericana haya experimentado una súbita conversión al tradicionalismo.
La oración en las escuelas, por ejemplo, cuya imposición supondría una grave vulneración del carácter laico del Estado, encontrará enormes resistencias para ser aceptada. El propio Tribunal Supremo podría tener algo que decir sobre tal iniciativa. Respecto a la ofensiva contra todo lo que se considera nocivo para la moralidad pública, será la opinión pública la que determine, en último término, hasta dónde va a llegar. Ya cuando llegó a la Casa Blanca Ronald Reagan se habló de la revolución conservadora. Muchos la intentaron y algunos lograron resultados parciales. Pero la democracia norteamericana tiene muchos y maduros mecanismos para defender los derechos del individuo, como lo ha demostrado en otras fases de fiebre ultraderechista de su historia. Sin embargo, lo que está sucediendo en EE UU debe servir de alerta para que tanto allí como en Europa se reflexione sobre la capacidad que, en momentos de crisis, tienen algunos para embaucar a una parte importante de la opinión pública mediante la manipulación de los sentimientos de angustia e inseguridad.
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