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Tribuna
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Una desgracia para el comprador

Diego A. Manrique

Sí, yo también lo era. Un Adicto Anónimo al Vinilo. Una deformación fetichista que te llevaba a comportamientos absurdos. Por ejemplo, comprar tres edicíones del mismo disco para conseguir un ejemplar impecable: la estadounidense (por la carpeta de cartón rígido), la alemana (por el prensaje) y la británica (a veces, el prensaje era superior al germano y siempre llevaban amorosas fundas interiores de papel y plástico).Esa locura se extinguió con la llegada del disco compacto. La publicidad anunciaba que ese soporte ofrecía "sonido perfecto para siempre", pero, como obeto de coleccionismo, el CD produce abundantes frustraciones. El enervante celofán que te destroza las uñas, esas cajas que se rompen a la menor caída, unos encartes que se deterioran con sólo intentar sacarlos. Sobre todo, se echan de menos aquellos envoltorios extravagantes, aquellas fundas desplegables, aquellos caprichos del rock progresivo donde el trabajo de los diseñadores gráficos era -es hora de reconocerlo- infinitamente más satisfactorio que el contenido de los surcos.

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El vinilo se resiste a morir

La tendencia a la miniaturización iniciada con el CD -mejor no hablar de la DCC o el MD- fue una tragedia para los diseñadores. Y se vengaron castigando a los compradores: textos ilegibles, ya sea por el tamaño de las letras o por la perversidad de imprimir sobre colores fuertes.

El disco digital en sí también sacó lo peor de los músicos. Si la calidad media del rock descendió al perderse la disciplina del single con el desplazamiento hacia el elepé, el compacto acentuó esa degeneración hasta niveles abismales. Un elepé tenía 10, 12 canciones y duraba unos cuarenta minutos; hoy, cualquier indocumentado nos presenta un CD con 18 o 20 canciones, apurando la capacidad del CD, más de 75 minutos. Y es que las discográficas han renunciado a ejercer su prerrogativa de control de calidad: para justificar los desmesurados precios de los compactos, se excusan en la cantidad de música incluida. No hay crisis de creatividad. Hay crisis de autocomplacencia, agravada por la dejación de funciones de los responsables. Fue una conspiración, triunfó y ahora todos pagamos el pato.

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