Reforma de la Cámara alta y modelo de Estado
Las razones que llevan a crear o mantener dentro de los Estados contemporáneos senados o cámaras altas, sea cual sea su denominación, son muy variadas. Predominan, sobre todo, dos, por lo demás. no excluyentes entre sí: la conveniencia de ofrecer un cauce a personas que tienen, un alto grado de experiencia y/o preparación, pero que no están dispuestas a pagar el precio de la participación en las luchas partidistas o en las campañas electorales, y la necesidad o conveniencia de una cámara en la que el pueblo no esté representado como unidad, sino de acuerdo con las divisiones políticas o administrativas del territorio del Estado.La definición de nuestro Senado como Cámara de representación territorial refleja la voluntad de proyectar en él estas divisiones político-administrativas. Una voluntad manifestada ya desde el primer anteproyecto de Constitución, pero para la que no se había encontrado expresión satisfactoria a lo largo del proceso constituyente. La locución germanizante sobre la que al fin se consigue él acuerdo es satisfactoria sólo en la medida en la que es ambigua. Como es evidente que los que pueden ser representados son los hombres y no las hectáreas, la "territorialidad" sólo puede hacer alusión a conjuntos sociales territorialmente definidos, pero esta condición la comparten los municipios, las provincias y las comunidades autónomas, aunque, por supuesto, sean políticas las fronteras de las comunidades y sólo administrativas las de las provincias o los términos muncipales.
Decir "representación territorial" no es, por tanto, decir mucho. Por eso, la tarea que ahora se acomete es infinitamente más importante que la de sacar partido a una Cámara cuya utilidad hasta el presente no ha estado muy clara. No se trata de dar realidad a una previsión constitucional, sino de determinar cuál es su contenido. La reforma no puede convertir al Senado en "Cámara de representación territorial" sin precisar antes cuáles han de ser los territorios representados, y cómo han de estarlo. Es decir, en una palabra, sin definir el modelo de Estado que los constituyentes no lograron establecer sino como proyecto abierto. Se habrá de decidir cuál es el lugar que en este modelo ha de ocupar la provincia (una estructura de profundas raíces en unas partes del territorio nacional, pero no en otras), cuál el de los municipios y, por supuesto y sobre todo, cuál el de las comunidades autónomas. Resolver, por ejemplo, el problema de si se las ha de tratar de un modo rigurosamente igual, como, por ejemplo, en Suiza o en Estados Unidos, o se han de tomar en cuenta las diferencias reales eistentes y en este caso decidir cuáles son éstas: ¿número de provincias que abarcan?, ¿número de habitantes?, ¿naturaleza regional o nacional de su base sociológica?
Es una tarea de Estado del máximo rango imaginable a la cual no cabe aproximarse con fórmulas arbitristas. Ni siquiera con consejos técnicos, perfectamente inútiles para la adopción de decisiones políticas. Lo único que el técnico puede hacer es, si acaso, criticar la adecuación de los medios una vez conocidos los fines. Además, quizá, pero esto parece dudosamente necesario, de advertir sobre la inutilidad de ciertas reformas. Es evidente, por poner sólo un ejemplo, que la sustitución de la circunscripción provincial por la autonómica no hará al Senado del futuro más distinto del Congreso de los Diputados de lo que lo es el del presente. Y, por tanto, tampoco más "territorialmente representativo".
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