El maestro de la llama
(Homenaje a Edmond Amram el Maleh) En este París, que el viento frío de noviembre barre a ráfagas, salgo a buscar, bajo el tapiz espeso de las hojas caídas, fragmentos de mi vida. Todo me parece roto o fragmentado, como si fuese, al término, imposible recomponer el rostro que tuvimos ayer en el espejo, la fe que nos movió, tal vez creyéndonos sujetos de un destino, protagonistas sin saber de qué -¿de qué?- en el triunfo cierto del otoño y el naufragio sin fin de la memoria.
Por eso escribo, para no perderme, y trazo signos, dejo ciertas huellas, antes de ser mi yo borrado, perdido igual que todo entre las hojas que el viento arrastra en esta ciudad no mía que amo tanto. Y aquí, precisamente aquí, en un lugar que no es tampoco originariamente tuyo, nos hemos encontrado. Aquí, donde parece ahora hundirse la memoria como un ciego navío, tú me haces volver a ella, aferrarme a sus rotos terciopelos, no dejarme arrastrar hacia las sombras.
Porque tú has andado por mi historia -digo, la historia del pedazo de tierra en el que fui engendrado-, has andado por ella, por todos sus comienzos. Y después de haberte encontrado en París, a ti, personaje múltiple -"marocain, juif, arabe, ex communiste..."-, te he vuelto a encontrar en las latitudes calientes del sur, más cerca de tu tierra, en Almería. Y de nuevo, como ahora, en París, y siempre en París y siempre en tu escritura y en tus palabras con las que me has acompañado tantas veces.
Tu palabra enciende el fuego semiextinto de mi naufragada memoria. Escribes: 1936 une comète embrase le monde: des señoritos en vacances dégustent un café con leche et des churros, insouciants". Es tu primera novela, Parcours immobile, a la que he vuelto muchas veces y que nadie, desde experiencias próximas a la tuya, ha sabido escribir entre nosotros.
"Le 17 juillet 1936. Une cantine, une fonda de bord de route á quelques kilomètres de Melilla. ( ... ) Es el follón en España le bordel". Yo apenas tenía siete años. Tú ya eras casi un hombre entero: eras Josua o Alsa o Yeshuaa Ben Ittah, "ejemplares apenas diferentes de una misma historia".
Venías de Safi, del sur marroquí, de las comunidades judías de origen bereber que ya estaban allí cuando llegaron los hechados en otra de las quiebras mayores de la historia nuestra, cuando ya casi amanecía el siglo XVI. Pues ahora habíamos comenzado, como entonces, a andar la historia hacia atrás e iban a seguir echando gente a los exilios y a la muerte, siempre en nombre de los grandes principios y de una unidad de lo diverso, de lo fecundamente diferente, abominablemente concebida. Coincidimos en Almería en 1986, cuando yo apenas me había establecido en aquellas latitudes desde donde casi se avista Marruecos y Argelia, del otro lado del mar de Alborán. Tú evocaste allí otro tramo importante de la historia nuestra: la célebre disputa de Barcelona de 1263, que opuso al gran maestro del judaísmo de Gerona, de toda España y de más allá de ésta, Moisés Ben Nahmam, Nahmanides, al también judío (converso) Pablo Christiani, en presencia de Jaime I de Aragón.
Es el momento preciso en que empieza a entrar en crisis ya insoluble el difícil equilibrio de las tres religiones y de las tres culturas que dibujaron el apasionante perfil de la historia española medieval. Queda lejos la tolerancia, el abierto talante del pensar que permitió la coexistencia en el siglo XII del Kuzari de Yehuda ha-Levi y del Llibr del Gentil e de los tres savis de Ramon Llull.
Es en ese texto de lectura almeriense donde tú recuerdas que también acudió a Barcelona, pero ahora volvemos a 1936, Arnold Schönberg para dar término a una obra que responde, en efecto, lejanamente, al drama de la disputa de Barcelona de 1263, la ópera Moisés y Aarón.
"Un lugar" escribes, "un centro, un texto, canto y palabras mezclados". La ópera de Schönberg está inacabada; falta el tercer acto: O Wort, du Wort, das mir fehlt!
Falta la palabra. La visión absoluta de lo divino es incomunicable, el pensamiento es irreductible a las técnicas del poder, a la demagogia de la comunicación.
Y, sin embargo, somos palabra, logos, hálito, pneunia, ruah: el viento y el espíritu, el, don que viene de lo alto. El pneuma audible del evangelio de Juan. Esperma de Dios -Sperma tu Theu- para los padres de la Iglesia griega, según recuerda Yves Congar. Nos engendra esa semilla, nos lleva donde quiere, somos hijos del viento y del espíritu.
"El Santo, bendto sea, reside en las Letras", escribió Dov Baer de Mezeritz. Las letras, 22 letras del alfabeto hebreo, eje vertical de las Lecciones de tinieblas, permitirían leer, como en un acróstico, todo el lenguaje y en él toda la infinita posibilidad de la materia del mundo. Las letras son las formas arquetípicas del espesor y de la transparencia de la materia y de su perpetua resurrección.
Yo escribí Tres lecciones de tinieblas (La Gaya Ciencia. Barcelona, 1980) a partir de la música de Couperin, pero también oí las voces del mundo musical gregoriano y las de Victoria, Thallis, Charpentier, Delalande. Escribí o escuché las letras, las 14 primeras letras del alfabeto hebreo, de alef a nun. Esos 14 textos son, han sido, huella del rasante paso del viento -ruah- y del espíritu. En ellas está la generación infinita de la materia y de los mundos. No pertenecen al orden de la forma, sino al orden de la formación.
Y tú acudiste a ese mundo -que era en buena parte tuyo- donde el hálito engendra el latido incipiente de la vida, como a un nuevo lugar de encuentro y convergencia.
Primero nos habíamos encontrado en un lugar preciso de la tierra, la ciudad de París, que cubre frío esta tarde el otoño, después -desde tus libros, desde tu memoria que era ya la mía- en un lugar del tiempo, "1936 une comète embrase le monde", y ahora en el eje vertical de las letras, en el no tiempo o en la eternidad, en las combinaciones primordiales, a cuyo comentario tú acudes acompañado del "maestro de la llama". Abraham Abulafia de Zaragoza, cuya visita a Roma yo ya había soñado, Abulafla que tan hondamente experimentó o supo que en esas combinaciones de las letras está "a la vez el origen del lenguaje y del ser".
Meditación, el canto. La palabra nos lleva a penetrar, por lenta impregnación y cerco indefinido, en lo que está cerrado. Exilio. Distancia. Contemplación oscura hasta poder entrar -un día- en el nombre.
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