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Tribuna
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Un novelista apuñalado

Antonio Muñoz Molina

En una calle de El Cairo unos fanáticos apuñalan a un anciano de 82 años, que ha cometido el delito de no secundar su oscurantismo religioso. Muchas personas son asesinadas o encarceladas en el mundo por motivos semejantes, humilladas, perseguidas, condenadas a la ignorancia y a la sumisión. Que ese anciano que el otro día se desangraba en medio de una calle fuese un novelista, y que hubiera recibido años atrás el Premio Nobel de Literatura, no vuelve más atroz el hecho, pero sí sugiere imperiosamente una reflexión sobre el lugar de los libros en la vida pública, y sobre los vínculos entre la literatura y la realidad.Una poderosa corriente intelectual europea ha venido dictaminando en las últimas décadas que lo que se llama anticuadamente literatura no es sino una confusión de discursos que son equivalentes entre sí, se alimentan los unos de los otros y no pueden ser juzgados en virtud de normas estéticas firmes, sino tan sólo en el relativismo de su significación ideológica. Hace años, en Madrid, yo me llevé la sorpresa provinciana de descubrir que algunas personas ya no hablaban de poemas, novelas o ensayos, sino de textos, pronunciando con un énfasis entre técnico y clínico la equis. Más tarde, en las universidades más selectas, me enteré de que los textos se intercambiaban y se contaminaban, y que lo que yo había creído la tarea apasionada de dar cuenta de las cosas y de interrogarse sobre ellas mediante las palabras era una antigualla idealista: los textos no tenían nada que ver con el mundo; los textos eran refritos o mezclas de otros textos, así que daba igual leer a Shakespeare que a Zane Grey, escribir El guardián en el centeno que un eslogan publicitario sobre la moda de España.

Ese cinismo estético, que es un virus que ha vuelto estériles la mayor parte de las toneladas de teoría y crítica literaria que expenden las universidades, se ha correspondido con una frivolidad política y moral disfrazada de relativismo, o de protesta progresista contra el eurocentrismo, es decir, contra la tentativa de universalidad de algunos principios formulados por la mejor tradición intelectual europea. El Estado laico, la democracia representativa, las libertades individuales, de pronto eran presentadas como invenciones particulares de una cultura racionalista, individualista y represiva empeñada en su dominio imperial sobre todas las demás culturas, cada una de las cuales poseía valores que no tenían porqué ser menos respetables que los occidentales.

Desde Europa, y utilizando una libertad que existía en muy pocos lugares, los intelectuales adoctrinaban a los súbditos de las tiranías populistas del Tercer Mundo sobre las falacias de la democracia burguesa, del mismo modo que algunos antropólogos explicaban que la brujería es tan respetable como la medicina, si bien en caso de necesidad personal ellos tienden a recurrir a esta última. Cualquier principio ético detenía su jurisdicción en las fronteras de las culturas vernáculas que lo desmentían. Caído el sha en Irán, me acuerdo bien, muchos amigos míos de izquierda andaban entusiasmados con el siniestro Jomeini, y si éste dictaba la obligación del chador para las mujeres o la supresión de las universidades laicas y de la prensa libre, enseguida se le ofrecía una explicación cultural: ¿quiénes eran los occidentales para juzgar a una revolución que se había alzado precisamente contra el dominio imperialista de Europa y de Estados Unidos?

En Francia, virtuosas conciencias protestan en nombre del respeto a las identidades culturales porque se ha procesado, y encarcelado a unos padres de origen africano y nacionalidad francesa que han practicado la ablación del clítoris a su hija. En nombre de las culturas y de las señas de identidad se justifica lo mismo la noble tradición popular de arrojar una cabra desde un campanario que la limpieza étnica.

Frente al desastre, aunque por lo común a salvo de él, a una saludable distancia, la actitud posmoderna es un encogerse de hombros, una sonrisa blanda y cínica de aceptación de todo: tan reaccionario, tan represivo y antiguo, nos dicen, es valorar unos principios políticos por encima de otros, como suponer que hay libros mejores y peores, o que la literatura puede escapar del limbo o del légamo de los textos para relacionarse fervorosamente con el mundo, para afirmar y negar y ayudamos a distinguir las verdades y las mentiras.

Esos sicarios que asaltaron a Mahfuz sabían perfectamente contra quién atentaban. La obra entera de Naguib Mahfuz, que ha usado la tradición grandiosa de la novela europea para preservar y al mismo tiempo hacer universales las vidas de la gente de los callejones de El Cairo, es una refutación simultánea del oscurantismo religioso y de la frivolidad posmoderna, que no andan tan lejos entre sí como pudiera creerse: en Estados Unidos hay escuelas, en las que está proscrito el darwinismo y se enseñan las ciencias naturales de acuerdo con las explicaciones de la Biblia. Si todo discurso es igualmente respetable, lo mismo da Darwin que Nostradamus, la astronomía que la ufología, una autocracia de teólogos y pistoleros que un régimen de libertades públicas.

Pero no todos los libros ni todos los textos son iguales y la literatura es algo más que un juego de palabras, o que una coartada para actos sociales o para delirios de vanidad y de filología fantástica. Tampoco son iguales la libertad y la esclavitud, ni el fanatismo y la tolerancia, pero sí las vidas y los crímenes. Naguib Mahfuz, Tamira Nasrin o Salman Rushdie no merecen más solidaridad por el hecho de que sean escritores. Pero que el oficio al que se dedican enfurezca tanto a los fanáticos tal vez nos sirva a nosotros para ir dándonos cuenta del valor de las palabras libremente escritas.

A Naguib Mahfuz me gustaría leerle en voz alta las mismas que le dice Sancho Panza a don Quijote: "No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir...".

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