Odio a EE UU y amor al dólar
ENVIADO ESPECIALUna de las primeras cosas con las que uno se topa al llegar a Bagdad -aparte del generalizado y voraz apetito local por los dólares- es la confirmación, en curiosa forma artística, de que mientras Sadam Husein viva Estados Unidos será el enemigo número uno.
Washington ha desplazado rápidamente a los ayatolás de Irán en la escala del odio nacional iraquí. Para el visitante extranjero, el ejemplo más gráfico de ello está en el rellano de entrada del hotel Al Rashid. Como tantas cosas en Irak, el repudio hacia Estados Unidos es obligatorio. Al entrar o salir del hotel, tradicional cuartel general de la prensa internacional y de algunos diplomáticos sin casa, hay que pisar una efigie de George Bush primorosamente incrustada en granito de cinco colores.
Allí está el rostro del presidente norteamericano que destrozó la infraestructura de Irak en la más feroz campaña aérea de la historia hace cuatro anos. El artista no ha resistido a la tentación de darle un toque vampiresco a la sonrisa de Bush. Por debajo, la leyenda en inglés y árabe "Bush is criminal" ("Bush es un criminal").
Todavía no hay referencia alguna a Bill Clinton ni a las víctimas del misil norteamericano que se estrelló contra el hotel cuando el sucesor de Bush ordeno un nuevo ataque en enero de 1993. Pero eso parece ser sólo cuestión de tiempo.
La última crisis ha resucitado fogosos sentimientos antinorteamericanos. El diario Al Qaddisiya culpa de la escalada de tensiones en la región a la "demencia diabólica de Estados Unidos". El matutino Babel, que dirige el hijo de Sadam Husein, Udai, afirma que Estados Unidos lleva la maldad "impregnada hasta en los huesos". Con los auspicios del Gobierno, el jueves se inauguró una tétrica muestra fotográfica dedicada "al sucio crimen de Estados Unidos".
El dólar es, por supuesto, otro capítulo. Atenazados por una colección de sanciones sin paralelo en la historia, el iraquí de la calle y el funcionario oficial buscan con idéntico frenesí el símbolo máximo del poder económico de tan vil enemigo. En un país donde un empleado público de rango medio gana el equivalente a dos dólares (256 pesetas al cambio) mensuales, la búsqueda de divisas es un espectáculo de creatividad patética: para entrar en Irak, todo el mundo debe pagar 50 dólares en la frontera. Oficialmente no es un impuesto. Las autoridades prefieren describir esa exacción como una legítima precaución sanitaria: una obligatoria prueba de sida (todos prefieren ir con jeringuilla propia; a nadie se le ha escapado el detalle de que por entre pedazos de algodón sucio campean las cucarachas del centro médico de la frontera).
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