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Hablar bien por decreto

El año ha ido de leyes de defensa del idioma. Primero fue Francia, con la ley auspiciada por el ministro de Cultura, Jacques Toubon, que pretendía detener el avance imperial del inglés y de sus frutos bastardos, como el franglais, y señalaba que los infractores, es decir, quienes no emitieran en francés sus "mensajes escritos, hablados o audiovisuales en lugar público o medio de transporte en común", podrían ser sancionados con penas de seis meses de cárcel y multas de 50.000 francos (1.240.000 pesetas). El Consejo Constitucional corrigió severamente a Toubon al anular parte de la ley. Después de Toubon, el ministro de Cultura argentino ha pretendido sacar adelante una ley similar, pero ha tenido que echarse atrás ante las protestas que su solo anuncio ha provocado.En España no se ha hablado de una ley de defensa del idioma, sí de una posible ley de uso para regular el idioma de los documentos oficiales y de la publicidad. Planteamiento más inteligente que el punitivo, que es un puro disparate, aunque la actitud francesa merezca cierta comprensión por el fervor con que Francia ha cuidado siempre su idioma y por el enorme retroceso que la antes poderosa lengua francesa ha sufrido en los últimos quince años, barrida por el inglés como lengua internacional, y en, retroceso también como idioma técnico, científico y publicitario, terrenos éstos en que el franglais gana batallas día tras día con sus palabras inglesas como arietes eficaces.Pero los extranjerismos no son fruto del azar: arraigan en un idioma cuando designan nuevas realidades o connotan de prestigio las existentes. Por eso el inglés está lleno de latinismos y el español tiene más de cuatro mil arabismos, sin que ninguna de las dos lenguas haya perdido su identidad, y por eso hoy franceses y españoles decimos marketing, leader, scanner o test (con ortografía castellana ya en varios de estos casos). Intervenir en cuestiones idiomáticas es sumamente delicado y de problemática eficacia. En la memoria de cualquier estudiante de filología está el famoso Appendix probi, es decir, aquella lista de voces y grafías incorrectas, acompañadas de las respectivas formas correctas, que un triste gramático latino del siglo III confeccionó para aviso y enseñanza de los malos usuarios, con el ejemplar resultado de que las incorrecciones acabaron triunfando y de ellas se originaron las lenguas románicas.

Las lenguas son del pueblo que las habla, no de sus mandarines. Y la cultura es mezcla, pluralidad, "hibridación", como señala Octavio Paz en su reciente Itinerario. Toda identificación entre lengua y nación tiene, o puede tener, un peligroso tufo nacionalista que es necesario evitar. Una nación no la funda una lengua, sino la decisión de sus ciudadanos de vivir en común. Cierto, los idiomas son instrumentos administrativos y eso complica las cosas. Este es un terreno proceloso e inquietante, que puede originar abusos. de todo tipo; basta pensar en los territorios bilingües y en las situaciones que pueden presentarse cuando el aparato político Pretende imponer una lengua en detrimento de otra.

Volviendo a una posible ley de uso del castellano, conviene hacer varias consideraciones. En primer lugar, hay que considerar su estricta necesidad. ¿Se ha deteriorado el uso idiomático hasta el extremo de hacer necesaria una ley? ¿No existen otros mecanismos más suaves, digámoslo así, que permitan alcanzar un uso público y oficial más adecuado del idioma?

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En el campo de la comunicación sí sería necesario que sus profesionales atendieran más a los libros de estilo, que haberlos los hay excelentes (el primero fue el de este periódico) y con soluciones flexibles y sensatas a los problemas del uso. En lo que se refiere a la enseñanza, soporte indispensable de cualquier mejora del uso de la lengua, se trataría de postular una instrucción de tipo práctico -leer, hablar, escribir- sin relación alguna con la aburrida y pretenciosa que dómines y pedagogos nos han deparado en estos últimos veinte años. Da pena pensar en esos cientos de miles de españolitos con faltas de ortografía y graves problemas de comprensión que han perdido las mejores horas de su vida dibujando arbolitos sintácticos generativistas y haciendo inútiles análisis gramaticales.

La alarma ante el posible deterioro del idioma dista de ser un fenómeno. de hoy. A veces se invocan viejos tiempos ejemplares para el español (lo bien que se hablaba y escribía antes), pero la verdad es que en esos tiempos prodigiosos había también quienes se sentían muy alarmados ante la degradación de la lengua. Así, hace sesenta años (existen otros antecedentes más remotos), don Américo Castro alertaba en las páginas de El Sol sobre la 'barbarización creciente del idioma" -éste era el título de uno de los artículos que publicó sobre la cuestión-, de la que responsabilizaba, sobre todo, a periodistas y escritores, pero que se reducía a unos cuantos usos calcados del francés, algunos extranjerismos y algunas impropiedades fruto de la ignorancia... más alguna innovación, como la de álgido con el sentido de culminante y no de muy frío, que Castro reprobaba y que años después la Academia decidió aceptar. Pese a lo cual, don Américo clamaba contra Ia corrupción de nuestra noble ygrandiosa lengua". Luego, el eminente profesor se fue a Argentina y allí pretendió desterrar el vos (que es tan español como el tú) y por poco lo destierran a él. Seguramente, hoy hemos empeorado en nuestros usos lingüísticos (de todo hay más, y de peores hablantes y escribidores también), aunque ya don Francisco de Quevedo creía que Góngora y sus seguidores iban a cargarse el buen castellano y luego no hubo nada de eso.

Hay razones para ser escépticos sobre la eficacia de las leyes en materia idiomática, por muy bien intencionadas que estén. Hablar y escribir bien, que sólo significa. emplear el registro adecuado en cada circunstancia y ninguna relación guarda ni con la cursilería ni con el avulgaramiento, es al cabo un problema de calidad de vida. Como la contaminación, ni más ni menos. No es ser purista ni extranjerizante: es utilizar equilibradamente el idioma que hemos heredado, incorporando los nuevos usos derivados de la evolución social, científica y cultural.

Es, en definitiva, un problema de formas, de buena educación, de urbanidad, de buen gusto, bastante más que de leyes, multas, dicterios y reprimendas. Éste y no otro es el fondo de la cuestión. Un fondo que desborda los límites de la cuestión lingüística y que, hoy por hoy, sólo admite soluciones individuales. A más largo plazo ("¿tan largo me lo fiáis?", dirán algunos, y con razón) es toda una sensibilidad social la que debe cambiar y decidir si el asunto merece la pena.

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