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Déficít de legitimidad

En la anterior democracia española, la republicana, ocurrió que un gobierno presidido por el dirigente de un partido minoritario, pero que gozaba de mayoría en el Congreso, fue combatido sin tregua por la oposición y por la prensa bajo la común acusación de que, aun si gozaba de mayoría parlamentaria, había perdido la de la opinión y que si se mantenía al frente del gobierno era por su ambición de poder. Azaña, que presidía aquel gobierno, oponía siempre a esta acusación el mismo argumento: en democracia, la única regla posible para formar o derribar gobiernos es la mayoría parlamentaria obtenida por el sufragio universal. Cualquier otro principio atentaría al corazón mismo del sistema. Y para demostrarlo, sometió la continuidad de su gobierno a numerosas votaciones de confianza. Nunca perdió ninguna.En la República, sin embargo, no bastaba la confianza del Parlamento; se necesitaba además la del jefe del Estado: el presidente de aquella República tenía más poderes que el Rey de esta monarquía. Alcalá Zamora interpretó, como la oposición, como la prensa, que Azaña había perdido la confianza de la opinión y le retiró p9r dos veces la suya. A la segunda, sin posibilidad de encargar a nadie la formación de gobierno, no tuvo más remedio que disolver las Cortes y convocar nuevas elecciones. Desde ese momento, la República entró en una permanente inestabilidad, debido en parte a que los que habían sido desplazados del poder comenzaron a negar legitimidad a quienes les habían sucedido y organizaron contra ellos una revolución en toda regla.

La situación no tiene nada que ver con la de entonces, desde luego, pero en una democracia parlamentaria, cuando un gobierno se ha visto sacudido por una profunda crisis, surge inevitable la pregunta de hasta qué punto su per manencia puede sostenerse en la confianza del Parlamento si la mayoría de la opinión le da la espalda o le muestra con claridad su rechazo. Entre nosotros, la oposición tiende entonces a quemar etapas y no duda en pasear por el filo de la navaja negando legitimidad al Gobierno: su presiden te, como vulgar caudillo, es acusado de mantenerse en el poder no porque le sostenga el voto popular sino por malas artes o por haberse situado en el centro de una permanente conspiración contra las libertades públicas.

Por supuesto, la acusación de ilegitimidad reproduce la estrategia seguida por los socialistas frente a sus adversarios políticos. Adolfo Suárez, a quien nunca dejó de restregársele por las narices su pasado como dirigente del Movimiento Nacional, tuvo que sufrir ataques del mismo tenor y fue acusado de esconder en su cuadra el caballo de Pavía, de la misma manera que Lerroux lo fue de entregar la República a sus enemigos o que Aznar lo es de disponerse a presidir un gobierno de la derecha de siempre. No estamos, pues, ante una coyuntural paranoia sino ante un dato básico. de nuestra historia política: todo gobierno que no sea el propio es acusado de sufrir un déficit de legitimidad democrática.

El tema predilecto del actual discurso político, al que todos se entregan con fruición en el mitin, en la prensa, en la radio y en el Parlamento, parece consistir en que nadie está legitimado para gobernar: no el Gobierno porque anda ayuno de opinión; no la oposición porque pretende saltar por encima de ella. La cuestión tendría un valor secundario, de puro ardid propagandístico, si no incidiera en uno de los elementos más profundamente arraigados de nuestra cultura política que puede conducir, como en los años treinta, a una deslegitimación masiva de toda la clase política: que el gobierno, todo gobierno, como el capital, es ilegítimo. No se trata, por lo demás, de agitar aguas del pasado; el caso de Italia está, demasiado reciente y es demasiado cercano como para que no suene ningún timbre de alarma ante tanta mutua acusación de falta de legitimidad democrática.

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