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Tribuna:DEBATESEL NUEVO INTERVENCIONISMO.
Tribuna
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Dudas y reservas

Jorge G. Castañeda

La intervención de Estados Unidos en Haití suscita múltiples dudas y reservas para cualquier antiintervencionista convencido, pero que a un tiempo pretende reconocer los nuevos contornos del mundo en el que vivimos. Desde el punto de vista latinoamericano tradicional -y se trata de una tradición noble, justa y que le ha rendido un gran servicio a las mejores causas del hemisferio- la injerencia norteamericana ni se justifica ni puede condonarse.¿Hubo un golpe militar que derribó a un presidente democrática y legítimamente electo? Sin duda, pero no será ni la primera ni la última vez. ¿Las Naciones Unidas y la Organización de Estados Americanos aprobaron -más aún, instaron- la medida? También lo hicieron, en uno u otro caso, con Corea en los años cincuenta, en la República Dominicana en 1965, y en ocasión de la guerra del Golfo: ninguno de estos casos bastó para derribar la doctrina de la no-intervención. ¿Lo solicitó y aprobó el interesado, a saber el defenestrado presidente Aristide? Tal vez, pero los principios no dependen de la identidad de sus defensores o transgresores, y la posición del padre Aristide era por lo menos incómoda. Una vez que se permite la violación del sacrosanto principio de la no-intervención en los asuntos internos de las naciones latinoamericanas por parte de EE UU (para darle una concreción histórica mayor al apotegma abstracto), se abren las compuertas a un caudaloso río de injerencias futuras, unas afines a la actual, otras radicalmente distintas. Por último, las intenciones sí cuentan: de no ser por las dificultades internas del presidente Clinton, por la cercanía de las elecciones legislativas de noviembre y por la importancia en su coalición de la fracción parlamentaria negra, todo el sufrimiento caribeño del mundo no hubiera bastado para que Washington se decidiera a actuar.

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Una acción discutible

Una argumentación de esta naturaleza subyace a las posturas contrarias o dubitativas ante el desembarco norteamericano en Puerto Príncipe por parte de países como México y Brasil, que casi siempre han respetado las veneradas tradiciones de las que hablábamos. Son de peso, y no deben ser descartadas a la ligera, sobre todo a propósito de una región que vivirá aún por muchos años bajo la égida de una asimetría avasalladora. En el Golfo, en África, en los Balcanes, intervienen muchas potencias, desde tiempos inmemoriales. No es siempre la misma la que interviene, los objetos de la intervención pueden apelar a una contra otra, la presencia indefinida o repetida de una irrita u hostiliza a las demás. En América Latina, dígaselo que se diga sobre las supuestas aventuras soviéticas, la injerencia es de un solo signo: el de Washington. Cuba ha intervenido en repetidas oportunidades en la vida interna de varias hermanas repúblicas, a veces con el apoyo tácito de lo que fue la Unión Soviética, pero no puede ser tachada de "potencia" más que en los delirios anticomunistas de la época más gélida de la guerra fría.

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Y sin embargo, falta convicción y certeza en el raciocinio, por lo menos de parte del antiintervencionista que escribe estas líneas. No es sólo un problema de restauración de la democracia, aunque dicho motivo de la intervención, de ser realmente satisfecho, no carece de valor justificativo. Si bien el restablecimiento del régimen legal se ha demorado en volver a Haití, y la resistencia de los esbirros comandados por Raoul Cédras ha sido mayor de la esperada, existían otros instrumentos, incluyendo la paciencia, para alcanzar esa meta. La tragedia de Haití reside más bien en el grado de violencia y de desintegración de la sociedad isleña, y la escasa probabilidad de que amaine con el tiempo el amargo sufrimiento de la población haitiana. Sin fortalecer el embargo e incrementar la presión internacional era imposible desterrar del poder o del país a los golpistas. Pero al hacerlo, aumentaban también las privaciones de los habitantes.

Cada vuelta de tuerca elevaba las posibilidades de que el daño fuera irreparable y que resultara después inviable la reconstrucción de una nación antigua pero tan fracturada que viera comprometido su futuro de manera definitiva. La dificultad de las propias fuerzas norteamericanas para proteger a los partidarios de Aristide de la violencia generalizada y de la represión de los attachés muestra hoy ante la Prensa lo que era sin duda una realidad cotidiana desde antes. La intervención no garantiza el retorno supuesto de la democracia -si en Haití nunca la ha habido, ¿cómo se puede volver a ella?-, ni tampoco la salvación de vidas que de otro modo se hubieran perdido. Pero la no intervención equivalía seguramente a la perpetuación del calvario haitiano, a la represión y sangría de una población cuyo tormento remonta a las peores horas de la conquista y la esclavitud.

El dilema ético de la intervención en Haití no tiene solución en sus propios términos. Conviene tal vez entonces remitirse a los resultados. Si los militares se van puntualmente, si Aristide puede volver en el lapso convenido, si las tropas estadounidenses se retiran más temprano que tarde y si empieza un proceso de reconstrucción de una sociedad devastada por todos los males imaginables, la intervención se habrá justificado. Los pruritos de los latinoamericanistas de cepa tendrán que quedar a un lado, aunque sólo fuera por esta ocasión. Pero si no se cumplen estas condiciones, el anti-intervencionismo habrá demostrado su vigencia de nuevo en América Latina y el derecho de injerencia seguirá siendo, en este continente por lo menos, un eufemismo.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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