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Tribuna
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Una de mosqueo

Después de tantos años, y pese a no acordarme del nombre del teatro donde esto sucedía, recuerdo la congoja nada fingida de una mujer fuerte (primero fue la novia de Blas de Otero, luego de García Márquez, y acabó siendo esposa de un ingeniero ruso) cuando, al comienzo de los años sesenta, en sesión matinal y sin juegos de luces, recitaba un poema en el que, poco antes de terminarse, las preguntas, a un tiempo, se acumulaban y fluían: "¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro / sus recuerdos de tierra en putrefacción, / y se le tensan tirantes cables invisibles / desde sus tumbas diseminadas?". Dicho poema, como el lector habrá reconocido e incluso declamado al instante, era Mujer con alcuza, dedicado por su autor. Dámaso Alonso, al padre de los tres hermanos Panero. Pertenece, claro está, a Hijos de la ira, uno de esos títulos considerados míticos, que vio la luz, precisamente, hace ahora 50 años.Al decir sintético de José Luis Cano, se trata de un "libro de significación importante en la poesía española de posguerra, en cuyas tranquilas aguas retóricas penetró violentamente con su grito de protesta, no sólo contra la injusticia y el odio reinantes, sino también contra esa retórica sonetil que inundaba las revistas y los libros poéticos del momento". Y, aunque eso mismo nos suene a algo, tiene Philip W. Silver la perspicacia de advertimos que, si bien se le atribuye a su creador "la responsabilidad de haber ahornado la poesía social de la posguerra, su poesía no es realista, ni social, pero sí alegórica y religiosa". En fin, sea como fuere, no es menos cierto que cualquier locutor o columnista de hoy día puede lanzarse, de repente, a recitar aquello -tan duro, tan efímero, tan alegórico y tan claro- de "Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)". Era el abarcable principio. Y hay quien vuelve y vuelve a él.

De ese poético revolverse en lo airado, casi por las moscas, suelen brotar otras preguntas, vayan a lo real o a lo inefable, se acumulen o no para fluir. He aquí algunas. ¿Necesita el asombro de un oh o un ah para hacerse palpable? ¿Es la insistencia en la mismidad una sutil manera de promover desánimo o comentarios escolares? ¿Es preciso escribir terrible para que algo lo sea? Y las erres, las tes, los gerundios y los plúmbeos adverbios rematados en mente, amén de los tirantes cables y las tumbas diseminadas, ¿bastan para infundir santo temor? ¿No existe una retórica versicular que nada tiene que envidiar a la sonetil? ¿Desde dónde se ríe León Felipe? O, en fin, ¿es concebible un ascetismo que se anuncie por altavoces? Surge, en verdad, la duda de si el castigo gongorino consiste en liberar al doctor de un estilo exigente o propio, ya que lo desentraña, y dejarlo a merced de una voluntad férrea, de un sobrante de tacto.

Pero en este terreno movedizo de las complicidades coyunturales -"por si las moscas"-, me puse a leer un día de este verano último otro poema del mismo libro, Los insectos, que, para no engañarles, diré que empieza así: "Me están doliendo extraordinariamente los insectos, / de tantas advertencias, de tantas patas, cabezas y esos ojos, / oh, sore todo, esos ojos...". (Y ahora que pongo puntos suspensivos se me va la memoria visual hacia el último verso del poema: "Y, ¡ah!, los p... insectos". Delicadeza de la época. Luego, ya sin censura, lo imaginado putos se quedó en puñeteros, como tantísimas cosas). Mas vamos a seguir, porque ya es tarde. Dispuso el prosaico azar que, justo ese mismo día, coincidiéramos unos cuantos amigos en torno a una paella. Y allí se habló, a los postres, no de los moscardones azules ni de la gran socaliña en concreto, sino, muy en general, de moscas y mosquitos. Un comensal, natural de Ciudad Rodrigo, observó: "Si os habéis dado cuenta, ya las moscas no pican: muerden". Y añadió un sanabrés: "Ni zumban los mosquitos antes de propinarte la chupada". Y fueron varios los que asintieron, como si hablasen de corrientes poéticas o consanguíneas, sin aguardar a que biólogos y sociólogos, armados de experiencia y sentido común, digan si es verdadera esa doble impresión transformista.

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