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La justicia del cadí

Las familias y las poblaciones más golpeadas por el narcotráfico han recibido con. decepción y cólera la sentencia sobre el caso Nécora dictada por la Audiencia Nacional. Los registros emocionales de ese rechazo son comprensibles: el trágico recuerdo de los hijos y de los amigos muertos por una sobredosis alimenta los vindicativos deseos de un castigo severo y ejemplar para los comerciantes enriquecidos con el dolor ajeno. Resulta más difícil comprender, en cambio, que esas pascalianas razones del corazón no hayan sido analizadas con serenidad por quienes tienen el deber de mediar entre los movimientos espontáneos de la opinión pública y los principios constitucionales sobre los que descansa el ordenamiento legal de una democracia. Porque si las absoluciones o las benevolentes condenas de la sentencia han podido causar alarma social, muchas críticas -dejando fuera las protestas dictadas por los sentimientos- suscitan alarma jurídico-constitucional.En las veinticuatro horas siguientes al veredicto, las tertulias de las radios y las columnas de la prensa fueron utilizadas por políticos y periodistas como tribunal metajurídico para descalificar el fallo, lanzar graves acusaciones contra los magistrados y exigir del Supremo las penas máximas. Como ha señalado Clemente Auger, presidente de la Audiencia Nacional, estos vehementes savonarolas, que despacharon en pocas horas una sentencia de 529 folios basada sobre una voluminosa instrucción sumarial y un juicio oral de ocho meses, han mostrado un raro dominio del método de lectura rápida; sucede, sin embargo, que estos acelerados censores también han exhibido un somero conocimiento de los hechos del caso Nécora y una aparatosa ignorancia de la normativa penal y procesal vigente.

La pulsión vengativa de los sentimientos recibe, así, el refuerzo oportunista de la demagogia. De llevar hasta el final esas acaloradas conclusiones, el juez constitucional debería ser sustituido por el juez de la horca; y el monopolio legítimo de la violencia del Estado, por la ley de Lynch de la sociedad civil. Max Weber analizó las diferencias existentes entre la moderna justicia racional, basada sobre nociones legales y procedimientos rigurosos, y la antigua justicia del cadí, guíada por tradiciones sagradas y pronunciamientos éticos. Se diría que algunas críticas a la sentencia del caso Nécora proponen el regreso a ese viejo sistema que dirimía los conflictos y resolvía los casos de acuerdo con criterios de equidad jurídicamente informales e irracionales: un proceso -recuerda Max Weber- en el que los querellantes no recurrían a la argumentación sino al patetismo, las lágrimas y los insultos. En su charla televisiva de la pasada semana, el presidente del Gobierno pareció también sentir cierta añoranza de esa justicia del cadí incompatible con la independencia de los tribunales y las garantías procesales. Durante los pasados años, los dirigentes socialistas se han cansado de invocar la presunción de inocencia para contrarrestar los llamados juicios paralelos de la prensa contra militantes o cargos públicos - Guerra, Roldán, Rubio o los responsables del caso Filesa- denunciados por corrupción. Pero ese principio constitucional, empleado a veces de manera abusiva por los medios oficiales para amparar a los corruptos más allá del ámbito procesal, es orillado ahora por el Gobierno para criticar mejor, no ya una investigación periodística, sino una resolución judicial. Es cierto que las organizaciones mafiosas del narcotráfico se enriquecen gracias a la muerte, mientras que los políticos corruptos acumulan su patrimonio sólo mediante el fraude; como garantía procesal, sin embargo, la presunción de inocencia es independiente de los contenidos delictivos. Es propio de un Estado de derecho que la fiscalía recurra una sentencia ante el Supremo; pero es característico de la justicia del cadí, en cambio, que los gobernantes presionen a los tribunales mediante la demagógica agitación de las pasiones populares.

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